La inspiración literaria

Categoría (General, Marketing para vender libros, Publicar un libro) por Manu de Ordoñana el 21-12-2012

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La mayoría de los escritores han sufrido alguna vez el síndrome de la página en blanco, un estado patológico en el que el cerebro se bloquea y nada serio surge de su interior. Sentado frente a tu ordenador, tratas de concentrar tu atención en el escenario en que dejaste el relato el día anterior, lees el último párrafo que has escrito, lo relees una y otra vez, pero no encuentras el hilo conductor, no aciertas a pergeñar una continuación. Así, al cabo de un rato, decides: “Hoy no estoy inspirado, así que me voy a dar un paseo”.

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El vulgo tiende a creer que los artistas sólo son capaces de producir en esos momentos de inspiración en que la musa está despierta: el estro, el numen ─o cualquier otra palabreja que se le ocurra a algún iluminado para justificar su indolencia─, como único motor de la creación artística, un estado propicio inoculado por los dioses sobre un grupo de elegidos que han sido capaces de descifrar el lenguaje de la revelación.

No parece sensato admitir esa interpretación, al menos en lo que afecta a la mayoría de los mortales. Leí hace algún tiempo que una novela se construye con un 5% de inspiración y un 95% de trabajo. Eso parece más razonable, aunque me atrevería a decir que la primera tiende a cero para el común de los escritores y que el trabajo y sólo el trabajo es el único componente que hace crecer una obra literaria.

¿No será que estamos confundiendo el concepto de “inspiración” con el de “disposición” o el de “motivación”? En su tercera acepción, el DRAE define la inspiración como “efecto de sentir el escritor, el orador o el artista el singular y eficaz estímulo que le hace producir espontáneamente y como sin esfuerzo”. ¡Qué bien! Que alguien me diga que ha sido capaz de escribir un libro de forma espontánea y sin esfuerzo.

Es evidente que hay personas mejor dotadas que otras para el ejercicio literario, pero eso entra dentro del ámbito del talento, del don natural que todo ser humano posee hacia una u otra disciplina, una cualidad innata que es preciso educar a lo largo del tiempo para conseguir el fundamento. Sin ese aprendizaje, no surge el genio, por mucha “inspiración” que nos llegue del averno. Digamos que eso sería el núcleo, el fondo necesario, pero no suficiente. A partir de ahí viene el trabajo, el esfuerzo del autor, el verdadero artífice que abre paso a la culminación de un libro.

Aun así, conviene matizar. En todo proceso de creación artística, hay dos etapas bien diferenciadas. La primera es la elección del motivo, la segunda, la producción del objeto. Cuanto más tiempo dediques a la búsqueda de un buen argumento, a estructurar la trama y a perfilar los protagonistas, más sencillo te resultará luego la redacción del texto. Si eres capaz de construir un bosquejo de la historia con una extensión de cuatro o cinco páginas y una descripción de los personajes más relevantes, junto a los dos o tres giros que toda novela ha de contener para introducir el elemento sorpresa, probablemente, el síndrome de la no inspiración se desvanecerá.

No quiero decir con esto que, hecha esta labor previa, vas a estar libre de esos periodos de apatía que acechan a los que se dedican al quehacer intelectual. Llegarán, ciertamente, pero llegarán por ser inherentes a la naturaleza humana; son lapsos de debilidad creativa provocados por los vaivenes de la vida, propios de caracteres sensibles más propensos a estados de ánimo variables, poco dispuestos a la disciplina interna. La actividad literaria exige un sacrificio de la mente, sobre todo, al principio, cuando por la mañana enciendes tu ordenador y sientes la tentación de cumplir cualquier tarea urgente que tienes pendiente, antes de iniciar lo que verdaderamente es importante: escribir. Es la pereza intelectual a que nos empuja la ley del mínimo esfuerzo.

Por eso, sería más lógico hablar de talento sumado a disposición y dejar la inspiración para el mundo de los sueños.

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