Las patentes de invención

Categoría (Cultura y democracia, General) por Manu de Ordoñana el 09-03-2014

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La propiedad intelectual (PI) es el conjunto de derechos que corresponden a los autores por las obras que han creado. El concepto reúne diferentes regímenes jurídicos no equiparables entre sí: las denominaciones de origen, las marcas, los derechos de autor y las patentes de invención. Este artículo versará sobre el último apartado, por el efecto perverso que su aplicación ocasiona a la sociedad, si la propiedad intelectual se equipara ─y todo parece indicarlo así─ a la propiedad de bienes tangibles y se apodera del espacio que corresponde al dominio público.

El dominio público (DP), también llamado “procomún”, es un estado jurídico que permite el libre acceso a las creaciones intelectuales, tanto obras sujetas a derechos de autor como invenciones para su aplicación en la industria.

El conflicto entre DP y PI viene de lejos. En un tiempo pasado, ese lugar común forjado por la acumulación de conocimiento colectivo era abierto, tan sólo limitado por restricciones de tipo simbólico. En la Edad Media, los señores concedían privilegios a los pioneros sobre los ingenios que producían, a condición de que lo hicieran público y su conocimiento sirviera para que otros aprendieran. Con el Renacimiento, la regulación se tornó mercantil y tanto la producción de bienes culturales como los inventos pasaron a pertenecer a los que la compraban mediante algún tipo de contraprestación económica.

La revolución industrial provocó el advenimiento de reglamentaciones que restringían el concepto de bien comunal como objeto de acceso universal. Así nació hace doscientos años el modelo de PI ─asociado al de propiedad industrial─ que rige en la actualidad, un sistema jurídico para administrar el saber, basado en la idea de convertir el conocimiento en mercancía transaccional, concediendo a su propietario el derecho a su explotación comercial.

Rueda cuadrada

La transformación que ha experimentado la sociedad en los dos últimos siglos ha sido el cauce del que se ha valido la PI para construir sus fundamentos. La expansión del mercantilismo, su adaptación a todos los ámbitos de la vida y su aceptación no objetable por la ciudadanía, le ha servido para imponer su jurisdicción a numerosos objetos antes exentos. El proceso ha sido lento, pero implacable, con altibajos y periodos de silencio, incluso de retroceso. Pero al final, el DP ha perdido la batalla para siempre.

El capitalismo voraz que nos tutela tiene tal poder depredador que ha sido capaz de extender su mano a motivos cada vez más abstractos, hasta el punto de conseguir la patente de artificios irreales o de poca entidad, sólo por “si acaso”, por si en el futuro pudieran ser de utilidad, a raíz de algún descubrimiento o de un cambio tecnológico, sin la intención de explotarlos ─los llamados trolls de patentes─, simplemente con el fin de ejercitar acciones contra posibles infractores.

La industria está inundando las oficinas de registro de ingentes cantidades de solicitudes para proteger cualquier novedad surgida en sus departamentos de I+D, en buena parte subvencionados por la Administración ─¿es lógico que pasen a propiedad privada los hallazgos logrados con dinero público?─, por simple que sea, abarcando todo el espectro de producto en que se desenvuelve, con objeto de evitar la entrada de la competencia y conservar así su posición de monopolio durante el periodo que estable la ley ─20 años según la ADPIC─, a parir del cual pasa a DP. En algunos países, existe “el modelo de utilidad” para invenciones menores con una duración menor (10 años en el caso de España).

A finales de 2011, Google decidió comprar Motorola, una compañía que, al igual que Nokia, se estaba quedando rezagada en el negocio de la telefonía móvil, ¿Qué objetivo perseguía para pagar 12.500 millones de dólares por semejante operación? Su interés principal era hacerse con las casi 20.000 patentes que Motorola había acumulado en sus ocho décadas de historia, ya que sin ellas, nunca podría hacerse un hueco en ese mercado dominado por su rival, Apple. En el año 2012, el gigante alemán Bosch invirtió 4.800 millones de euros en I+D y registró 4.800 patentes. ¿Qué espacio quedará para sus rivales?

Nadie pone en duda la facultad que poseen las empresas para dedicar sus recursos a investigar nuevos productos y mejorar su posición en el mercado. Pero conviene llamar la atención sobre lo que esto significa. Los grupos económicos están acaparando el derecho a producir en exclusiva bienes y servicios, mediante el registro de ingentes cantidades de patentes, con el fin de cerrar el camino a futuros adversarios. Y eso lo están haciendo los países más desarrollados, los que poseen la capacidad financiera derivada de los enormes beneficios que obtienen, con el agravante de que esa ventaja se hará cada vez más grande, porque la curva tiene aspecto de crecer exponencialmente.

Otro problema asociado es la actitud cada vez más laxa del registrador que admite a trámite expedientes poco innovadores, sin mérito para ser considerados como inventos y, lo que es más grave, los aprueba sin investigarlos a fondo. ¿Es posible entender cómo alguien ha podido permitir el registro de un producto tan “estúpido” con el posit? Con él, la firma estadounidense 3M ha obtenido beneficios descomunales, amparado en una legislación indulgente que le ha defendido durante tantos años para eludir la competencia.

Esa es la falacia de la PI. Se ha adueñado de la DP y lleva camino de cargarse el mercado libre, por la posición de monopolio que concede a los detentadores de la tecnología, eso sí, todo legal y muy bonito. Y mientras tanto, ¿es lícito consentir que millones de pacientes infectados de sida mueran en los países menos desarrollados porque las corporaciones occidentales propietarios de las vacunas antivirales no permiten el uso de genéricos para su tratamiento? Eso fue sólo el principio, porque ahora se habla de patentar cadenas genéticas, especies de plantas y animales y pronto hasta la vida misma.

Las teorías neoliberales convierten el conocimiento en instrumento para perpetuar la desigualdad y propiciar la dominación de las multinacionales, bajo el falso argumento de buscar el desarrollo de la humanidad, porque su verdadero objetivo es el lucro. Es posible que, en un futuro no muy lejano, la mayoría de los productos producidos por la industria electrónica, química y farmacéutica ─sin olvidar los transgénicos, que pronto serán de consumo obligado─ estarán protegidos para uso exclusivo de sus propietarios, convirtiendo en siervos a los países de la periferia que se limitan hoy a contemplar impotentes el expolio, quizá porque no se dan cuenta de la magnitud del problema: los países pobres serán cada vez más pobres y los ricos, más ricos.

Y sin embargo, no se puede negar el derecho que asiste al inventor a obtener prerrogativas para la explotación de su artilugio. La cuestión es si ese derecho debe extenderse, no sólo al usufructo, sino también a impedir que un tercero lo implemente y por cuánto tiempo. Si a eso se añade la connivencia de los gobiernos a través de sus oficinas de patentes para registrar simples ideas, por fútiles que sean, y el coste que supone anular en la corte la validez de una patente, se justifica el temor de que, con el tiempo, la propiedad intelectual sirva de refugio a la privatización de la ciencia por una nueva aristocracia poseedora única de los medios de producción y con vocación de imponer su hegemonía, sutilmente, sí, pero de forma inexorable.

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