Escribir memorias

Categoría (General, Taller literario) por Ana Merino y Ane Mayoz el 06-05-2021

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Para escribir algo que uno mismo ha vivido, tenemos distintas posibilidades, pero todas son formas narrativas englobadas en las literaturas del yo. Primeramente comencemos por diferenciar unas de otras. Mercedes Laguna González, en su completo estudio acerca de la Escritura Autobiográfica, nos ayuda a ello. Para discernir diario y memorias se sirve de las palabras de Isabel Román Gutiérrez: “Similares al diario, salvo en su apariencia formal, son las memorias. Éstas son presentadas en forma retrospectiva como acumulación de recuerdos desde un presente en el que el narrador-personaje está situado más cerca del final de su vida que de los hechos narrados”.

Y para hablar de lo que distingue las memorias de la autobiografía, menciona que esta confusión ya existía históricamente por lo que Georges May utiliza la definición del diccionario Larousse del siglo XIX para ilustrarla: “Durante mucho tiempo, y tanto en Inglaterra como en Francia, las narraciones y los recuerdos dejados sobre la vida por hombres destacados de la política, literatura y demás artes, tomaron el nombre de memoria. Pero a la larga (como ya se hacía en Inglaterra) se adoptó el hábito de dar el nombre de autobiografía a esas memorias que se parecen mucho más a los hombres que las hicieron que a los acontecimientos en los que éstos se mezclaron”.

La autobiografía tiene mucho que ver con la composición de las memorias y con el hecho de que en estas últimas los acontecimientos históricos cobran mayor protagonismo. Por esto, la mirada del autor se enfoca hacia los hechos externos más que a los internos. El escritor en una autobiografía reflexiona ante todo sobre su vida interior, en cambio, cuando escribe memorias, se sitúa en el mundo de los acontecimientos externos y busca dejar constancia de los recuerdos más significativos.

Efectivamente, el autor que escribe las memorias guarda una distancia con respecto a los sucesos descritos, puesto que, por lo general, son personas que se encuentran al final de su vida. En las memorias el primer plano lo ocupan los acontecimientos rodeados de las circunstancias temporales y de las personas que intervinieron en ellos, así como su contexto histórico.

En este sentido se puede hablar del interés sociológico de muchas de estas obras, como apunta Isabel Román: “La pretensión de estas memorias suele ser, cuando intenta corresponder a la realidad, la justificación de una determinada postura ante la vida que ha podido ser de algún modo combatida”. Es por esto por lo que afirma René Demoris que el sujeto de estas memorias es frecuentemente un personaje rebelde en un periodo de revolución política”. Y también menciona su utilidad como artificio literario y en ese caso no importaría su correspondencia con la realidad.

Las Memorias no son nunca sinceras más que a medias, por muy grande que sea el deseo de verdad: todo es siempre más complicado de lo que lo decimos. Tal vez nos acercamos más a la verdad en la novela (André Gide).

Uno de los ejemplos más notables, en cuanto a memorias, lo tenemos en el mexicano Guillermo Prieto con su bella obra Memorias de mis tiempos:

“El otro de los recuerdos que he señalado me atañe muy personalmente, y en toda regla debía omitirlo en cualquiera otro escrito que no tuviera el carácter de éste. ¡Es tan estorbosa la propia personalidad! Pero las memorias ¿qué son si no almacenes de estorbos?

La parte superior, los entresuelos y patios interiores de la Aduana eran habitados por familias y sirvientes de todas categorías, y así como los ratones de despensa esperan la cesación del tránsito y el ruido para entregarse a sus solaces y apetitos, lo mismo brotaban las gatas por corredores, escaleras, tránsitos y vericuetos del vastísimo edificio de la Aduana. La costurerilla que iba a cotejar una muestra o a traerse un carrete para su tarea, la pilmama pastoreando chicos saltantes y rejegos, llorones, pleitistas, la gata que pedía licencia para comprar zapatos, la cocinera que, terminando su trabajo, llevaba a su casa el sobrante no escaso de la comida, las visitas de señoras formales, que en son de rosario, de tejido o de hebra pendiente, iban en pos del chocolate de las casas de los jefes; todo este concurso tenía su chiste para meritorios y empleadillos de baja ralea, presos en la oficina de Pases hasta las cinco de la tarde. Yo era de esa falange, y mi natural propensión a mis estudios de costumbres me hizo buscar el contacto de resabrosas garbanceras…”.

Autores que han escrito sus Memorias:

Entre 1944 y 1948, aparecieron las Memorias de Pío Baroja, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Adolfo Bioy Casares publicó parcialmente sus Memorias (el primer volumen en 1994). Camilo José Cela, asimismo, es autor de varios volúmenes.

La escritora francesa Marguerite Yourcenar sacó a la luz en 1951 la novela Memorias de Adriano, donde el personaje central muestra su propia visión del final del Imperio Romano. En esta obra importan los hechos externos —procesos políticos y sociales que se suceden durante la vida de este emperador—, aunque su mundo interior aparece reflejado en numerosas ocasiones.

En cambio, en Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, el autor es el mismo que el personaje principal y consideró lo suficientemente importante el momento histórico en el que vivió —tanto en su país como en el resto del mundo—, como para escribir estas bellas memorias, en las que, no sin poesía, se centra fundamentalmente en sus observaciones del mundo exterior. Pertenecen a su obra póstuma, el mismo año de su fallecimiento fueron publicadas. He aquí un pequeño extracto:

Las obras y los hechos de Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación. El simbolismo trágico de esta crisis se revela en el bombardeo del palacio de gobierno; uno evoca la Blitz Drieg de la aviación nazi contra indefensas ciudades extranjeras, españolas, inglesas, rusas; ahora sucedía el mismo crimen en Chile; pilotos chilenos atacaban en picada el palacio que durante dos siglos fue el centro de la vida civil del país.

Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal cadáver. La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo inerte, con muestras visibles de suicidio. La versión que ha sido publicada en el extranjero es diferente. A renglón seguido del bombardeo aéreo entraron en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo hombre: el presidente de la república de Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su gran corazón, envuelto en humo y llamas.

Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque jamás renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile.

Y nos quedamos con Gabriel Celaya y con su manera de finalizar sus Memorias Inmemoriales:

Si pienso en cuanto pretendí, poco hice, poco pude. Pero sumo mis días a los trabajos de cuantos me precedieron y me acompañan, y el sentirme a una con ellos, me basta para sentirme salvo, y también sano. Sin pretensiones de cumplimiento o realización personal de un destino mayúsculo como aquel en que el mundo va a transformarse en algo radicalmente nuevo y el hombre vaya a cambiar de condición como creí en mi fantástica y mejor edad, sigo haciendo lo mío. Simplemente porque ―es un instinto, quizá instinto más que obediencia a un alto deber― solo cuando trabajo me siento feliz.

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