Dentro de la multiplicidad de funciones sociales que ha cumplido la literatura a lo largo de la historia, se podría establecer una primera clasificación según sea la índole de su cometido: de utilidad inmediata o de simple recreación. Esta diferencia es evidente en el mundo del arte en general, pero no lo es tanto en el campo de la literatura, que se hace con palabras; las palabras son signos, comportan ideas que nunca tienen la neutralidad relativa de los materiales con que el pintor pinta un cuadro o el escultor esculpe una estatua.
En la expresión estética compuesta de formas literarias, el elemento intelectual es imprescindible y compite con la forma artística, disputándose el interés de los lectores. Estos reciben un mensaje que trata de alcanzar la máxima intensidad, respaldado por el poder que confiere el lenguaje escrito. La literatura no sólo suscita emociones, sino que también transmite una interpretación explícita de la realidad que responde a la intención que el autor persigue al crear su obra.
Con esta breve introducción, Francisco Ayala (1906-2009) iniciaba el ensayo titulado Función social de la literatura, publicado en el número 10 de la Revista de Occidente (enero 1964), que nos ha servido de guía para la redacción de este artículo. Ayala cree oportuno evocar la situación de las letras españolas en los últimos cuarenta años, antes de meterse en más profundidades.
Si nos retrotraemos en el tiempo, se percibe que la terminación de la primera guerra mundial había difundido por todo el Occidente una exaltada sensación de euforia. El triunfo de los aliados, además de poner término a la contienda, parecía confirmar y dar culminación a la gran ola «progresista» que, con diversas fases y bajo diferentes aspectos, avanzaba por el planeta desde el Renacimiento. Se pensaba que la victoria militar significaba el triunfo definitivo de la civilización, la libertad, la democracia, el socialismo y los sentimientos humanitarios.
En semejante atmósfera de confianza y seguridad que solo después hubo de parecer insensata, la literatura pudo avanzar, al lado de la pintura y de la música, en la dirección del arte por el arte, es decir, el puro placer estético. ¿Por qué la literatura había de asumir tareas ajenas —políticas, económicas, sociales, metafísicas— si cada una de ellas disponía de su propio vehículo de difusión? El arte tenía que ser solo arte; y el literario, aspirar a la pureza.
Si se analiza la actividad intelectual en la España de aquel período, su producción librera, sus revistas, sus periódicos, es inevitable repetirse la pregunta: ¿Por qué la novela o la poesía habían de adoptar una línea política o postular tales o cuales reivindicaciones sociales? Desde luego, si alguien quería hacerlo, lo podía hacer, pero aquella generación se inclinaba por el cultivo de una literatura de intención artística; veía la poesía y la novela político-social como fruto de una actitud anticuada, como una supervivencia del realismo del siglo XIX.
Eso no significa que los artistas de aquella época no estuvieran preocupados por las cuestiones político-sociales. A Picasso el cubismo no le impidió adherirse al partido comunista. García Lorca combinó una sensibilidad exquisita con un compromiso social y político que marcó su trayectoria y, trágicamente, su destino. Y ¿acaso Jorge Guillén, el poeta puro por antonomasia, no terminó escribiendo ese Maremágnum que la policía hubo de requisar?
Lo cierto es que, en general, los escritores de vanguardia tenían una conciencia político-social bien despierta. Aunque no la practicaran, consideraban que este tipo de literatura era el futuro, el adecuado para el hombre nuevo que la sociedad estaba gestando. Por contraste con la vilipendiada burguesía decimonónica, este hombre nuevo era, para ellos, el obrero liberado. Activismo, deportismo, culto de la juventud, anti-intelectualismo, entusiasmo por las máquinas …, fueron los temas de ese canto plural a un mundo libre, ágil, aséptico y eficiente, al mundo de la tecnología, que se dibujaba en el horizonte histórico.
Tampoco hay que olvidar la universal simpatía que despertó la revolución rusa entre los intelectuales de entonces, sobre todo en la primera época, en que todavía no apretaba el control del Estado. Poetas como Mayakowski eran nombres de vanguardia del futurismo, junto al fundador del movimiento, el italiano Marinetti, sin que ello implicara suscribir sus ideas en el orden de la creación poética.
Por todo esto, se puede afirmar que, en general, la literatura de preguerra (o «deshumanizada», como se la calificó entonces con intensificado acento peyorativo) respondía a un claro sentido social, según las condiciones históricas del momento, con una concepción del mundo en la que el arte tenía una función de recreación estética, sin asumir las que correspondían al alegato político-social, que ya disponía de otros canales más adecuados.
Una tendencia de tal naturaleza habría de favorecer la expresión de la subjetividad, invitando al despliegue poético mediante los más atrevidos y refinados recursos, en detrimento de los fines narrativos y discursivos. De ahí el predominio de los líricos en la generación del 27, una pléyade de artistas geniales que pecaron de conformismo, aceptando la tradición literaria para crear una realidad artística autónoma, muy prudente con la innovación, hasta que llega La familia de Pascual Duarte, en la que Cela retrata el ambiente crudo y decadente que rodea al mundo rural, al viejo estilo de la novela realista del siglo XIX.
A partir de ese momento, algunos poetas empezaron —y hoy todavía continúan— a protestar en el lenguaje envuelto de la poesía contra todo aquello que en prosa discursiva no podía decirse. Después, con la apertura del país al mundo y la integración en la Comunidad Económica Europea, se populariza la literatura social, aplicada a combatir situaciones o estructuras económico-políticas injustas y a proponer soluciones, más o menos concretas.
Es posible que este viraje responda también a las entonces singulares condiciones españolas que habían cerrado la puerta a los canales ordinarios que en Europa existían para su manifestación. Esta mentalidad se mantiene todavía —recordemos que el artículo fue escrito en 1962—, a pesar de que el país ha corregido su rumbo y se abre poco a poco a las formas de vida de una Europa próspera y socialmente avanzada.
Al final de su ensayo, Ayala se pregunta cuál puede y debe ser hoy la función de la literatura. Y toma partido: “Cada uno a su manera, el escritor ha de buscar la autenticidad del ser humano a través de una interpretación directa y sin compromiso —la sinceridad constituye el único compromiso del verdadero artista— de la concreta coyuntura histórica en que se encuentra”. El escritor granadino afirma su creencia en el hombre y la literatura como recurso para frenar su desamparo y superar la incertidumbre.
En un artículo posterior publicado también en la Revista de Occidente (Nueva divagación sobre la novela, septiembre 1967, nº 54), Ayala dice que “la literatura no es actividad necesariamente vinculada al arte”. Pero sí tiene que reflejar el ambiente social básico en que se desarrolla la trama, construido con calidad suficiente para prestarle transcendencia y perdurabilidad. La cabaña del tío Tom fue un alegato fundamental contra la esclavitud que contribuyó a su abolición, porque reúne las dos condiciones: denuncia social y valor estético.
Frente a esta postura, algunos escritores defienden solo el valor del mensaje y subestiman el valor artístico. Alfonso Cruz (Figueira da Foz, 1971), uno de los autores más prolíficos en lengua portuguesa, opina que no hace falta que el arte sea bello: puede ser feo o puede ser perturbador. La literatura puede aliviar, pero también incomodar, irritar, abrumar. Lo importante es que el lector no sea el mismo al cerrar el libro que al abrirlo; la lectura debe transformarlo y eso no lo consigue la belleza.
Por su parte, Aristóteles definía la poesía como mímesis, imitación, pero no imitación mecánica e irreflexiva, sino imitación creativa: cuenta lo que sucedió, universaliza los acontecimientos y les imprime importancia simbólica, transformando el pasado en una clave del presente y un signo del porvenir. Una tragedia solo logrará la belleza sublime cuando conste de un todo acabado, con un principio, un nudo y un desenlace (Rafael Narbona. Maestros de Felicidad, Penguin Random House, 2024, páginas 123-124).
Es el caso de Edipo, que mata a su padre sin conocer su identidad y yace con su madre sin saber quién es. Cuando descubre lo que ha hecho, se arranca los ojos y se lanza a los caminos para errar como un mendigo. Ha infringido un tabú primordial y sus hijos, fruto de una aberración, sufrirán las consecuencias soportando toda clase de reveses. Su dolor nos aflige, pero entendemos que ha hecho algo horrible y que habría sido indigno que finalizara sus días sin ninguna clase de castigo.
Desde que Rousseau escribió el Contrato Social, el deseo de cambiar el mundo a través del arte se convirtió en precepto para la mayoría de los escritores de la época. Creían que el orden político se podía transformar por medio del pensamiento, como así ocurrió. Parece claro que la Ilustración del siglo XVIII inspiró profundos cambios culturales y sociales en Europa, hasta llegar al culmen con la Revolución Francesa de 1789.
En su libro El Antiguo Régimen y la Revolución, Alexis Tocqueviile (1805-1859) defiende la influencia que tuvieron las ideas ilustradas en los lideres revolucionarios. Pero, recientemente, el historiador Roger Charrier (Lyon, 1945), en Los orígenes culturales de la Revolución Francesa (1990), adopta un enfoque diferente para entender este hito histórico y lo atribuye más al cambio cultural que se produce en Europa con el paso de una sociedad tradicional a una sociedad moderna abierta al futuro. Seguramente, los dos tienen razón.
Es el eterno dilema entre dos opciones que parecen antagónicas, pero que casi siempre son complementarias o, cuando menos, compatibles. El arte es la técnica, la épica es el fondo, los dos manantiales que nutren la poesía. No hay novela sin los dos componentes. La voluntad del artista es la que hace preponderante a uno u otro, pero solo los genios son capaces de aunarlos con sobresaliente. ¿No consiguió Cervantes acabar con los libros de caballerías al publicar el Quijote?
No podemos negar el papel que ha jugado la literatura en la evolución de la Humanidad. Cuando desaparece la epopeya, surge la novela, que plantea el conflicto que se produce entre la realidad que rodea al hombre y el mundo ideal al que aspira. El mundo es imperfecto y hay que cambiarlo. Nada mejor que un buen relato para conseguirlo y mejor si el mensaje posee calidad y está escrito con finura.
Pero las cosas han cambiado. Con la llegada de Internet, la comunicación se ha popularizado, se ha hecho más directa e inmediata, lo cual ha permitido la aparición de nuevos intérpretes, la mayoría con escasa formación literaria, que incluso recelan de la pura finalidad estética y hasta desprecian todo principio de arte en la construcción de sus contenidos.
El poeta ha sido suplantado por el gurú que se gana la vida modelando la mente de sus seguidores, seres consumidos por la incertidumbre que el mundo actual procura. Ávidos de alimento, y mermada su capacidad pensativa, son presa fácil para esos “conductores” que lanzan mensajes trascendentes en lenguaje breve y a menudo críptico, rara vez dotado de valor artístico, pero fáciles de asimilar.
No habría nada que reprochar a esta nueva forma de hacer literatura, si no fuera porque la intención de muchos de ellos no es precisamente cumplir la honesta función de educar al público lector en el bien común y el recto proceder. Todo lo contrario: la mayoría de las veces, son diatribas, libelos o ataques a personas o instituciones, con el único fin de desprestigiar, hacer daño o predisponer a la gente hacia un fin determinado, cercano a sus intereses.
Es cierto que las redes sociales han creado nuevos canales de comunicación y nuevas formas narrativas; es cierto que las redes sociales, también, han incrementado el número de lectores, pero ¿cumplen realmente la función social que ha desempeñado la Literatura a lo largo de la Historia de contribuir al progreso social y a la felicidad de los ciudadanos?