La autobiografía. Cuarta parte

Categoría (General, Taller literario) por Ana Merino y Ane Mayoz el 06-10-2021

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Ya sabemos cómo comenzar a escribir nuestra autobiografía, ahora hay que rematarla. Antes de finalizar la trama, analizaremos cómo vamos a estructurar nuestra historia. Lo que en la narrativa clásica se dividiría en planteamiento, nudo y desenlace, en un escrito sobre nosotros, autobiográfico, puede representarse con las etapas de la vida: infancia, juventud y madurez.

Es importante que todo lo que se narre, tanto de una etapa como de la otra, tenga relación con un momento importante de la vida. Por ello uno no debe irse por las ramas. Si lo que vamos a narrar de nuestra infancia no tiene trascendencia en nuestra vida futura y no aporta nada a la historia, hay que eliminarlo por muy fascinante que parezca. Hay que ser implacable a la hora de decidir qué es lo relevante y qué lo intrascendente en nuestra historia. Es un trabajo difícil, ya que posiblemente uno se deje llevar por el sentimentalismo o las florituras lingüísticas.

Un ejemplo de estilo claro y directo, lo tenemos en la Autobiografía del escritor y periodista desaparecido en Argentina en 1977, Rodolfo Walsh:

“Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía pronunciarse como dos yambos aliterados, y eso me gustó”.

Dosificar la información

Según cómo nos describamos —el personaje central somos nosotros mismos— y presentemos nuestras circunstancias facilitaremos enormemente al lector una comprensión inicial de la narración y de esta manera le engancharemos a la acción. Habrá que ir introduciendo a los personajes secundarios sin volcar toda la información de una vez; suministrándola en pequeñas dosis.

No podemos “atiborrar” a nuestro lector con excesiva información, ya que corremos el riesgo de que deje de lado nuestra historia. Hay que seducir desde el comienzo de la narración, provocando que continúe con la lectura; ese es el secreto: ingenio mesurado frente a florituras e información excesiva.

En definitiva, cada capítulo o historia que escribamos tiene que tener un movimiento de rotación, es decir, tiene que ofrecer interés e información al lector y todo lo que añadamos debe ser pertinente con el fin de que la narración progrese.

El punto culminante, el nudo

Tenemos que seguir tramando la historia e introducir a nuestro lector en todo el meollo de la acción, paso a paso, sin prisas, pero manteniendo el hilo en tensión. Y para ello necesitamos llegar al conflicto.

Este nudo debe ser un hecho que dé un giro a la historia o rompa el transcurso de la acción hacia una nueva deriva. Puede tratarse de una circunstancia emocional ―la muerte de alguno de los padres―, material ―me tocó la lotería―, de tintes positivos ―mi primer gran amor―o de negativos ―el día que me despidieron del trabajo―. Puede ser cualquier hecho fortuito, pero ha de tener el peso suficiente en nuestra historia para que esta dé su sesgo y algo inesperado ocurra.

Herman Hesse, en su Autobiografía, narra un conflicto que marcó su vida y que surgió en su última etapa vital:

A la edad de más de setenta años, justo cuando dos universidades me habían distinguido con la concesión del título de doctor honorífico, fui llevado ante los tribunales por seducir a una joven muchacha por medio de la magia. En la cárcel pedí permiso para dedicarme a la pintura. Se me concedió. Los amigos me trajeron pinturas y útiles, y pinté un pequeño paisaje en la pared de mi celda. Es decir, una vez más había vuelto al arte y todos los naufragios que ya había vivido como artista no me pudieron impedir en lo más mínimo vaciar de nuevo esa dulce copa, construir otra vez, como un niño en un juego, un pequeño y querido mundo de juguete ante mí y saciar mi corazón en él, desprendiéndome otra vez de toda sabiduría y abstracción y sintiendo de nuevo la primitiva alegría de engendrar.”

El desenlace

Si el comienzo engancha al lector, le lleva por los laberintos de la emoción y el suspense predomina en el nudo, no podemos ofrecer al lector un final insípido, falto de sustancia. Si estuviéramos escribiendo una novela, estaríamos hablando de que el final sea atrayente, excitante y apoteósico. Es posible que las experiencias de tu vida te permitan concluir de esta forma, pero si no es así, es el momento de la reflexión, de analizar lo que ha pasado.

Así termina, como siempre contradictorio y polémico, Salvador Dalí, en su Vida Secreta:

El cielo es lo que estuve buscando a lo largo y a través de la espesura de confusa y demoníaca carne de mi vida ¡el cielo!—. ¡Ay de aquél que todavía no ha comprendido eso! Cuando con mi muleta hurgaba en la pútrida y agusanada masa de mi erizo muerto, era el cielo lo que yo buscaba. Cuando desde lo alto del Molí de la Torre, hundía la mirada en el negro vacío, también y todavía buscaba el cielo. ¡Gala tú eres la realidad! Y ¿qué es el cielo? ¿Dónde se encuentra? El cielo se encuentra ni arriba ni abajo, ni a la derecha ni a la izquierda; el cielo se halla exactamente en el centro del pecho del hombre que tiene fe. En este momento todavía no tengo fe y temo que moriré sin cielo.”

En cualquier caso, con nuestro final hemos de cubrir algunas expectativas. Entre ellas el de dar por finalizadas todas las líneas argumentales abiertas (si es posible), para que no quede ningún fleco suelto. Otra cuestión importante es que resulte creíble a los ojos del lector y que, sea cual sea el final, aunque termine la lectura a lágrima viva, le deje al que lo está leyendo una sensación de satisfacción.

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