Nebrija. El gramático heterodoxo

Categoría (General, Las lenguas) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 26-06-2022

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El próximo 2 de julio se cumple el quinto centenario de la muerte de Antonio Martínez de Cala (Lebrija, 1444-1522) —conocido hoy como Elio Antonio de Nebrija—, una de las figuras más relevantes del humanismo español y el primer filólogo que se aventuró a estudiar una lengua romance —la castellana—, rompiendo así la tradición de que solo las lenguas clásicas —el latín y el griego— merecían ser objeto de meditación.

Ocupa un lugar destacado en la historia de la lengua española por ser autor de la Gramática castellana —la primera que se ha escrito—, publicada en 1492, de un primer diccionario latino-español ese mismo año y de otro español-latino hacia 1494, con bastante anticipación al resto de las lenguas vulgares que se hablaban en Europa en aquella época.

Su primera obra fue Introductiones latinae —una gramática latina con tan solo cincuenta hojas de paradigmas bien presentados y escuetas normas gramaticales— cuyo objetivo era extender el uso del latín en las clases populares y proporcionar una herramienta imprescindible para leer a los clásicos. Sin ese conocimiento, los teólogos y los biblistas no tenían acceso directo a los padres de la Iglesia y habían de conformarse con las versiones de las escuelas europeas de la Baja Edad Media que subordinaban la razón a la fe y la filosofía a la teología. El buen latín era también la base del derecho, de la medicina y de la ciencia y, al no saberlo, los expertos en esas materias interpretaban mal las fuentes y caían en los más grotescos errores, como aquel medicastro que confundía la úvula con la vulva.

El libro tuvo un éxito extraordinario, con no menos de cuarenta ediciones en vida del autor. Sin perder su condición de gramática latina elemental, el propio autor fue modificando y ampliando su contenido hasta convertirlo en una monumental enciclopedia de lingüística. Con él, se extendió el estudio de las humanidades y el cultivo renacentista de las letras, lo que sirvió para frenar la barbarie escolástica, conducir el país hacia la modernización y preparar el camino para el surgimiento de la mejor literatura española del Renacimiento.

Nebrija nació en Lebrija —la antigua Nebrissa Veneria—, a 72 kilómetros de la ciudad de Sevilla; fue el segundo de cinco hermanos: tres varones y dos mujeres. Sus padres eran agricultores acomodados descendientes de hidalgos llegados de Castilla para repoblar los territorios conquistados a los árabes en la zona fronteriza.  Vieron que el niño apuntaba la virtud de los sabios y decidieron enviarlo a estudiar a Salamanca cuando cumpliera los catorce años. Mientras tanto, contrataron a un preceptor para que le enseñara nociones de latín, gramática, retórica y lógica.

Fue un alumno aplicado y, cuando llegó a la universidad de Salamanca, ya poseía unos conocimientos avanzados de la lengua latina que le permitieron no solo obtener el grado académico de bachiller, sino también denunciar la barbarie de los profesores que explicaban las lecciones en un latín viciado, por su costumbre de romancear, hablando una lengua aberrante que mezclaba palabras castellanas con latinas, lo que, para un purista como él, solo tenía una explicación: “luego que me pareció que según mi edad sabía alguna cosa, sospeché que aquellos varones, aunque no en el saber, en el decir sabían poco”.

Muy pronto, sintió el deseo de escapar de un ambiente que él juzgaba corrupto. Era preciso completar sus estudios de latín allí donde permanecía puro, en el lugar en que había nacido la lengua de los sabios, así que, al terminar sus estudios de bachiller, obtuvo una beca para estudiar teología y se marchó a Italia para dedicarse a lo que a él más le interesaba: hacerse un caballero de las letras. Tenía tan solo diecinueve años cuando embarcó en Barcelona con destino a Roma.

Estuvo algo más de un año en la ciudad pontificia y, en marzo de 1463, ingresó en el colegio San Clemente de los Españoles, en Bolonia. Por aquel tiempo, su universidad gozaba de merecida fama en Europa como cuna de la cultura, por sus escuelas de Humanidades: el latín, el arte, la retórica y el derecho, especialmente el Canónico. Era el camino habitual que seguían los jóvenes que querían dedicarse a la carrera eclesiástica.

Pero Antonio tenía otros planes. No fue a Italia para ganar rentas de la Iglesia, adquirir títulos para medrar en la Corte o enriquecerse con el trueque de mercaderías. Su objetivo era dominar las lenguas clásicas y aprender gramática y retórica, con la intención de restituir la pureza del latín y fomentar el gusto por la antigüedad grecolatina. Y lo cumplió con holgura: regresó a España en 1470, siendo un docto latinista. A pesar de que Italia era el foco que más atraía a los hombres sabios de la época, creía que su misión estaba en su tierra natal.

Durante tres años, trabajó en Sevilla para el arzobispo Alonso de Fonseca— señor de las villas de Coca y Alaejos— como maestro de latín y preceptor de su sobrino, don Juan Rodríguez de Fonseca, que más tarde fue obispo de varias diócesis en España e Italia. Pero la muerte del arzobispo en 1473 le obligó a cambiar de planes y a retornar a la ciudad del Tormes, dispuesto a “desarraigar la barbarie de los hombres de nuestra nación”. La Universidad de Salamanca se le aparecía como “la fortaleza de la ignorancia tradicional”.

En esta segunda etapa, permaneció doce años. Primero obtiene el cargo de docente en Gramática y Retórica, con el compromiso de dar dos lecciones diarias, una de elocuencia y otra de poesía. Y luego oposita a la cátedra Prima de Gramática que había quedado vacante, de la que toma posesión en enero de 1476. La llegada de la imprenta en 1478 le permitió publicar sus Instituciones latinas, con las lecciones que él impartía en clase, lo que le supuso obtener una remuneración extra, ya que sirvió de libro de texto en todas las universidades españolas.

En 1486, a su regreso de una peregrinación a Santiago de Compostela, los Reyes Católicos se detuvieron en Salamanca y a Nebrija se le ocurrió componer un poema para narrar el viaje de los piadosos monarcas. Con tal motivo, fue presentado a la reina Isabel por fray Hernando de Talavera —gran amigo de los tiempos de estudiante en Salamanca— como el hombre más sabio del reino. Nebrija le expuso su proyecto de escribir una Gramática Española, pero la reina le pidió —más bien, le ordenó— que antes tradujera al romance sus Introducciones, “para que las mugeres religiosas y vírgenes dedicadas a Dios, sin participación de varones pudiessen conocer algo de la lengua latina”.

Por esa época, Nebrija se casó con Isabel de Solís, dama salmantina de buena cuna con la que tuvo siete hijos. Al hacerlo, la Iglesia le retiró su asignación económica y, como el sueldo de profesor de universidad no le daba para mantener a su familia, lo dejó. Se sentía orgulloso de su labor docente y del éxito que había obtenido en su lucha contra la barbarie latinista, pero el bienestar de la prole tenía prioridad. Además, si conseguía un buen valedor, podría dedicarse de lleno a los estudios filológicos, su verdadera vocación.

La solución se la brinda Juan de Zúñiga y Pimentel (1459-1504), maestre de la Orden de Alcántara, hombre erudito y gran mecenas, que había sido su discípulo en Salamanca. Su palacio de Zalamea de la Serena se había convertido en la primera “Corte Literaria de España” y acogía a un eminente grupo de sabios humanistas al que se incorporó Nebrija con sumo agrado. En la quietud de las tierras extremeñas, libre de otras ocupaciones, encontró la paz para escribir las dos grandes obras de su vida: la Gramática Castellana y los Vocabularios.

La primera fue un completo fracaso. Pocos entendieron que un humanista y, por tanto, un defensor del latín como lengua de conocimiento, perdiera su tiempo en dar prestigio a una lengua vulgar. Es que Nebrija, conforme avanzaba en la redacción bilingüe de las Introducciones que le había encargado la reina, se había dado cuenta de la pobreza del castellano para ser expresada gramaticalmente, pero también de que no era una corrupción del latín, sino una lengua diferente con rasgos propios que había que fortificar sujetándola a reglas, para que no se corrompiera como había ocurrido con el latín.

En 1504, muere su protector y Nebrija se refugia de nuevo en sus clases de Salamanca, hasta que el cardenal Cisneros se lo lleva a la Universidad de Alcalá de Henares, para participar en la elaboración de la Biblia Políglota Complutense. Para ese gran proyecto, se basó en los textos hebreos y griegos, lo que le obligó a modificar muchos fragmentos de la Vulgata, mal traducida al latín por San Jerónimo en el siglo IV y que era la versión canónica de la Iglesia. Por esa razón, fray Diego de Deza —inquisidor general del reino— confisca su obra en 1505 e inicia un proceso contra él, que podría haber terminado en la hoguera, de no haber mediado el rey Fernando destituyendo al fraile dominico y nombrando a Cisneros como sucesor.

Aun así, el cardenal hubo de ceder a las presiones de la Iglesia, contrarias a “censurar al espíritu Santo” y Nebrija, decepcionado, se retira del equipo y regresa a Salamanca. En 1509, obtiene la cátedra de retórica, al no presentarse ningún otro candidato. Pero el ambiente en la Universidad le es cada vez más hostil: “A todos los maestros que tienen hábito y profesión de letras, los provoco y desafío, y desde agora les denuncio guerra a sangre y fuego, por que entre tanto se aperciban de razones y argumentos contra mí” dice en el prólogo de las Introducciones.

En abril de 1513, muere el maestro Tizón y queda vacante la cátedra de Prima Gramática que él había abandonado años atrás. A ella, se presenta Nebrija, por su mayor dotación económica, pero inexplicablemente, el concurso lo gana el recién graduado García del Castillo, con la aprobación del claustro, contrario a sus ideas de cambio. El nombramiento le parece arbitrario y lo toma como afrenta, así que decide abandonar Salamanca para siempre: “Ni vivo ni muerto pisaré esta universidad tan ingrata”. Tenía entonces setenta años.

Vuelve a la cátedra de Sevilla y, finalmente, Cisneros le regala la tranquilidad en Alcalá de Henares: un sitio donde vivir hasta el final de sus días para terminar su obra literaria y un colegio donde enseñar, permitiéndole que “leyese lo que él quisiese, y si no quisiese leer, que no leyese; y que esto no lo mandaba porque trabajase, sino por pagarle lo que le debía España”. Allí publicó Las Reglas de Ortographia en la lengua castellana y varios tratados sobre otras disciplinas del saber por las que, como buen renacentista, tenía afición.

El maestro Elio Antonio de Nebrija murió allí el día dos de julio de 1522. Fue un intelectual comprometido con su tiempo, que defendió sus ideas por encima de todo; supo ver la importancia que la lengua tenía en la enseñanza de humanidades y en el avance de la ciencia, y no dudó en enfrentarse a quien mal uso de ella hiciere. Nunca se avino a la norma si la consideraba errada, lo que le acarreó numerosos disgustos y el rechazo de muchos de sus colegas, frente a la admiración que causaba entre sus defensores a ultranza.

La Gramática Española, su obra magistral, fue ignorada en su tiempo y no alcanzó la gloria hasta mediados del siglo XVIII, cuando se editó por segunda vez. Pero su mérito es innegable, ya que consiguió estabilizar la lengua vulgar de España y dotarla de una gramática que la fijara, para que, evitando posteriores variaciones, pudiera servir a las generaciones futuras para entenderse y asentar un proyecto de unidad nacional. Es lamentable que tan noble esfuerzo no haya tenido proyección en los tiempos actuales: el uso desaforado de barbarismos ha corrompido de tal forma el castellano que, si Nebrija levantara hoy la cabeza, volvería a blandir el hacha de guerra contra esas élites estultas que emplean sin rubor fake por “manipulación”, “engaño”, “falsificación”, “embuste”, “farsa” o “patraña”.

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