Pablo Neruda. Amor poético y político

Categoría (El libro y la lectura, Estafeta literaria, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 26-09-2023

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“Yo he sido un hombre demasiado sencillo: este es mi honor y mi vergüenza. Yo no nací para condenar sino para amar”. Pablo Neruda (1904-1973) amó la naturaleza, su patria y a la familia humana. Lo conocemos por sus versos y por lo que él quiso contar de su trayectoria vital en Confieso que he vivido. Memorias (1974), en las cuales nos hemos adentrado.

Hombre tímido, de voracidad literaria, que no olvida el exilio, la envidia, la guerra y siente como suyos el bosque chileno, la lluvia… Este libro confidencial comienza, precisamente, por una sentida descripción de ese bosque: “…Bajo los volcanes, junto a los ventisqueros, entre los grandes lagos, el fragante, el silencioso, el enmarañado bosque chileno…” (…) Quien no conoce el bosque chileno, no conoce este planeta. De aquellas tierras, de aquel barro, de aquel silencio, he salido yo a andar, a cantar por el mundo”. Creció embriagado por la naturaleza; asombrado por la perfección de los insectos, por la lluvia, que la tiene como el único personaje inolvidable de su infancia. Añora ese arte de llover: “Llovía meses enteros, años enteros. Esa lluvia que caía en hilos como largas agujas de vidrio que se rompían en los techos”.

Mi poesía

“Tal vez el amor y la naturaleza fueron desde muy temprano los yacimientos de mi poesía”. En Parral nació él y murió, un mes más tarde, su madre por la tuberculosis. Le dijeron que ella escribía versos, pero él nunca los vio. Dos años después, su madrastra —diligente, dulce, con sentido de humor campesino, con bondad— fue para él como un ángel tutelar que protegió toda su infancia y a quien le dedicó su primer poema. Cuando se lo dio a su padre, lo leyó distraídamente y se lo devolvió al mismo tiempo que le preguntaba de dónde lo había copiado.

Este chaval enclenque y feble por naturaleza rememora la lectura de su primera novela de amor: eran centenares de cartas postales, líneas de arrebatadora pasión. Entonces, siendo muy jovencito, vestía de negro como los verdaderos poetas del siglo pasado, con una larga capa española que le hacía semejar un espantapájaros. Esta indumentaria, vistosa y llamativa, era directamente producida por su pobreza.

“Me refugié en la poesía con ferocidad de tímido. En Santiago, terminé de escribir mi primer libro. Escribía dos, tres, cuatro y cinco poemas al día que materializaban el espectáculo diario que no se podía perder: la puesta de sol con grandiosos hacinamientos de colores”. Estos poemas vieron la luz en Crepusculario (1923).

Para pagar la impresión de este su primer fruto, vendió sus escasos muebles, el reloj que solemnemente le había regalado su padre, así como su traje negro de poeta. El impresor era inexorable: no le dejó llevarse ni un ejemplar hasta tener en sus manos todo el dinero. Curiosamente, años después vendió, creyendo que se iba a enriquecer, la propiedad de este poemario a su editor de Chile.

Con anterioridad aparecieron publicados artículos y poesías en diarios y revistas, pero todos con un nombre distinto del que le otorgaron sus padres. “Cuando yo tenía catorce años, mi padre perseguía denodadamente mi actividad literaria. No estaba de acuerdo con tener un hijo poeta. Para encubrir la publicación de mis primeros versos busqué un apellido que lo despistara totalmente. Encontré en una revista ese nombre checo, sin saber siquiera que se trataba de un gran escritor, venerado por todo un pueblo, autor de muy hermosas baladas y romances”. En este instante dejó de ser Neftalí Ricardo Reyes Basoalto.

Se siente orgulloso de haber hecho respetar, por lo menos en su patria, la profesión de la poesía. Él se lanzó a la vida más desnudo que Adán, pero dispuesto a mantener la integridad de su poesía. Gracias a esta actitud suya, irreductible, la Poesía, con mayúscula, fue respetada. Y también los poetas. Considera un privilegio haber podido recorrer plazas, calles, fábricas, aulas, teatros y jardines desparramando sus versos.

En cuanto a la forma de los versos, si son largos o cortos, más delgados, más anchos considera que es el poeta quien los escribe y, por lo tanto, quien lo determina “con su respiración y con su sangre, con su sabiduría e ignorancia, porque todo ello entra en el pan de la poesía”.

Neruda, no cree en la originalidad, pero sí en la personalidad a través de cualquier lenguaje, de cualquier forma, de cualquier sentido de la creación artística. “No se puede vivir toda una vida con un idioma moviéndolo longitudinalmente, explorándolo, hurgándole el pelo y la barriga sin que esta intimidad forme parte del organismo. Así me sucedió con la lengua española. La lengua hablada tiene otras dimensiones, la lengua escrita adquiere una longitud imprevista. El uso del idioma como vestido o como la piel en el cuerpo con sus mangas, sus parches, sus transpiraciones y sus manchas de sangre o sudor, revela al escritor”.

Invita a los críticos a mostrarse orgullosos de que los libros de poesía se impriman, se vendan y cumplan su misión de preocupar a la crítica. También que celebren que los derechos de autor se paguen y que algunos autores incluso puedan vivir de su santo trabajo y lo proclamen, en vez de “disparar pelos a la sopa”.

Considera como absoluto deber contemporáneo borrar las fronteras de la cultura y establecer como dones indivisibles la poesía, la verdad, la libertad, la paz y la alegría. Resalta su poder de transformarlo todo en un lenguaje de verdadera y conmovedora poesía.

En la época en la que escribe estas memorias, 1973, es constante su queja por la abundancia de poetas noveles e incipientes poetisas: “Pronto pareceremos todos poetas, desapareciendo los lectores». E incide en la idea: “Cuánta obra de arte… Ya no caben en el mundo… Hay que colgarlas fuera de las habitaciones… Cuánto libro… Cuánto librito… ¿Quién es capaz de leerlos? Si fueran comestibles… Si en una ola de gran apetito los hiciéramos ensalada… los picáramos… los aliñáramos… Ya no se puede más… Nos tienen hasta las coronillas”.

Sobre su libro más afamado, los Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), se expresa así: “Libro doloroso y pastoril que contiene mis más atormentadas pasiones adolescentes, mezcladas con la naturaleza arrolladora del sur de mi patria. Lo amo porque a pesar de su aguda melancolía está presente en él el goce de la existencia”. Contiene el romance de Santiago, con las calles estudiantiles, la universidad y el olor a madreselva del amor compartido, además de “dos o tres mujeres que se entrelazan en esta melancólica y ardiente poesía”.

En cambio, Residencia en la tierra (1933) lo califica de sombrío y esencial; lo escribió en Extremo Oriente. Aunque esas tierras le impresionaron como una grande y desventurada familia humana, no destinó sitio en su conciencia para sus ritos ni para sus dioses. Por eso no cree que su poesía de entonces “haya reflejado otra cosa que la soledad de un forastero trasplantado a un mundo violento y extraño. Mi estilo se hizo más acendrado y me di alas en la repetición de una melancolía frenética”.

Si hay un sentimiento que se desprende de toda su obra de juventud es el de la soledad. Afirma categóricamente que el escritor joven no puede escribir sin ese estremecimiento de soledad, aunque sea ficticio; así como el escritor maduro no hará nada sin el sabor de compañía humana, de sociedad.

Muestra cierta predilección por su poemario Las uvas y el viento (1954), “porque a través de sus páginas yo me eché a andar por el mundo”, es un “libro de grandes espacios y mucha luz”, y no deja de ser “mi libro más incomprendido”. En cuanto a Estravagario (1959), lo reconoce como el más íntimo, por su irreverencia; pero sobre todo dice de él que “es un libro morrocotudo”.

Está convencido de que la creación es una constante rueda que gira con mayor aprendizaje y conciencia. La tarea del escritor, concretamente la del poeta, la concibe como una tarea personal, de beneficio público. “Lo más parecido a la poesía es un pan o un plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes manos”.

Mi casa

“El océano —que más que mirarlo yo desde mi ventana me mira él con mil ojos de espuma— conserva aún en su oleaje la terrible persistencia de la tormenta”. Fue frente a este océano donde encontró una casa de piedra cuyo propietario, un capitán español de navío que la estaba construyendo para su familia, quiso vendérsela. Con ayuda la pudo comprar en 1939 y, a golpe de libros, la mejoró hasta convertirla en su casa de trabajo; era un sitio desierto, en el que no había agua potable ni electricidad.

Con su nueva residencia, ubicada en Isla Negra, cerca de Valparaíso, llegó el cambio en su poesía: Canto general (1949): “Debía detenerme y buscar el camino del humanismo, desterrado de la literatura contemporánea, pero enraizado profundamente a las aspiraciones del ser humano”. Supo que el Che Guevara acostumbraba a leer este libro por la noche a sus guerrilleros. Posteriormente, Canción de gesta (1960) lo convirtió en el primer poeta que dedicó un libro entero a enaltecer la revolución cubana.

Edificó su casa —desde donde escribe estas confesiones— como un juguete. Incide en la importancia del juego, de mantener vivo al niño que vive en cada uno: “Juego en ella de la mañana a la noche. Entre mis propios juguetes, están los barcos veleros dentro de una botella”. Coleccionó, además, mascarones de proa, conchas marinas y caracoles: “Me dieron el placer de su prodigiosa estructura, la pureza lunar de una porcelana misteriosa agregada a la multiplicidad de las formas táctiles, góticas, funcionales”.

Aunque las condecoraciones siempre le han parecido un tanto ridículas, aceptó ser condecorado por uno de sus poemas “Alturas de Macchu Picchu”; él como poeta ayudó a restañar esa sangre del pasado entre Chile y Perú. En 1971, recién llegado a París a cumplir sus tareas de embajador, le conceden lo que “todo escritor de este planeta llamado Tierra quiere alcanzar alguna vez, el premio Nobel, incluso los que no lo dicen y también los que lo niegan”. Es consciente de que muchos que lo merecían no lo recibieron, como Rómulo gallegos o como Paul Valéry. A su vez, recogió el Premio Stalin por la Paz y la Amistad entre los Pueblos; a esa poderosa personalidad, le dedicó el poema: “La muerte del cíclope del Kremlin y tuvo una resonancia cósmica. Se estremeció la selva humana. Mi poema captó la sensación de aquel pánico terrestre”.

Mi vida política

“Desde aquella época (alzamiento del movimiento popular chileno) y con intermitencias, se mezcló la política en mi poesía y en mi vida. No era posible cerrar la puerta a la calle dentro de mis poemas, así como no era posible tampoco cerrar la puerta al amor, a la vida, a la alegría o a la tristeza en mi corazón de joven poeta”.

Esa vida política dice que vino a él, “como un trueno a sacarme de mis trabajos. Regresé una vez más a la multitud. La multitud humana ha sido para mí la lección de mi vida. Puedo llegar a ella con la inherente timidez del poeta, con el temor del tímido, pero, una vez en su seno me siento transfigurado, soy parte de la esencial mayoría, soy una hoja más del gran árbol humano”.

En 1927 lo nombran consul ad honorem. Chile, aunque resulte difícil de entender, tenía muchos consulados diseminados por el mundo. Le ofrecieron los puestos que estaban vacantes y Neruda escogió un nombre que nunca había oído o leído antes: Rangoon, la ignota ciudad asiática de Birmania.

Su vida oficial funcionaba una sola vez cada tres meses, cuando arribaba un barco de Calcuta que transportaba para Chile yute, parafina sólida para fabricar velas y, sobre todo, té; el té que los chilenos toman hasta cuatro veces al día.

Después su periplo de cónsul le llevaría a Colombo (Ceilán), Batavia (Java), Singapur, Buenos Aires, Barcelona, Madrid… hasta 1936, año en que le destituyen de su cargo. “Pienso que el hombre debe vivir en su patria y creo que el desarraigo de los seres humanos es una frustración que de alguna manera y otra entorpece la claridad del alma”.

Critica a la civilizada y orgullosa Inglaterra porque abandonó su imperio colonial, “sin dejarles escuelas, ni industrias, ni viviendas, ni hospitales, pero sí prisiones y montañas de botellas de whisky vacías”.

En los años que permaneció en Oriente, le intimaron para que no tuviera relación con los lugareños, pero él tenía claro que no había ido allí a convivir con colonizadores transeúntes; quería convivir con el antiguo espíritu de aquel mundo, con aquella grande y desventurada familia humana. Fue en Batavia en 1930 donde su soledad se redobló y pensó en casarse. “Había conocido a una criolla, vale decir holandesa con algunas gotas de sangre malaya, que me gustaba mucho. Mujer alta y suave, extraña totalmente al mundo de artes y de las letras”. Ella era Maruca, María Antonieta Agenaar. Cuatro años después, en Madrid, llegaría su única hija Malva Marina (murió en 1942) y dos años más tarde llegó también la separación de su mujer.

Las memorias, ese conjunto de recuerdos, sensaciones y experiencias determinantes que se escriben con la intención de exponer y registrarlas, pueden servir como herramienta de reflexión y, en muchos momentos de estas líricas confesiones, Neruda se dirige al lector, le indica que es él el receptor de todo cuanto está contando. Y es él quien decide qué le cuenta y qué le omite: no nombra a su hija —nació con hidrocefalia—, solo aparece en la cronología del libro.

Muchos años más tarde, en Capri, terminó de escribir un libro de amor, apasionado y doloroso, que se publicó en Nápoles en forma anónima: Los versos del capitán (1952). “Por mucho tiempo no llevó mi nombre en la solapa. Los poemas que contiene fueron escritos aquí y allá, a lo largo de mi destierro en Europa. El amor a Matilde, la nostalgia de Chile, las pasiones civiles llenan las páginas. La única verdad es que no quise, durante mucho tiempo, que esos poemas hirieran a Delia, de quien me separaba”. Delia del Carril —segunda esposa—, “pasajera suavísima, hilo de acero y miel que ató mis manos en los años sonoros, y que fue para mí durante dieciocho años una ejemplar compañera. Este libro, de pasión brusca y ardiente, iba a llegar como una piedra lanzada sobre su tierna estructura. Fueron esas y no otras las razones profundas, personales, respetables, de mi anonimato”. A Capri viajó en compañía de Matilde Urrutia. “Todo lo que significa para mí se lo he dicho en Cien sonetos de amor (1959)”. Con esta mujer acabará sus días, y quien lea sus memorias encontrará el verbo conjugado en plural solo cuando habla de ella.

En 1945 es elegido senador de la República por las provincias de Tarapacá y Antofagasta. Dos años más tarde publica la “Carta íntima para millones de hombres”, por la que el presidente de la República chilena inicia su juicio político —en Chile existía censura de prensa. La orden de detención se la expeditan en 1948, permanece oculto, y al año siguiente sale de Chile. Atravesó la cordillera y necesitó una nueva identidad, puesto que el gobierno de Chile no le quería dentro de Chile ni fuera.

“Para mí la guerra es una amenaza y no un destino. La guerra de España, que cambió mi poesía, comenzó con la desaparición de un poeta, Lorca. No ha habido en la historia intelectual una esencia tan fértil para los poetas como la guerra española. La sangre española ejerció un magnetismo que hizo temblar la poesía de una gran época. La poesía es siempre un acto de paz y así como el pan nace de la harina, el poeta nace de la paz”.

Se definió como un comunista durante la guerra de España. “En aquellos días había que elegir un camino y nunca he tenido que arrepentirme de una decisión tomada entre las tinieblas y la esperanza de aquella época trágica”. En plena guerra civil se edita España en el corazón (1937), su libro sobre España.

El Partido Comunista de Chile, al que ingresó en 1945, era un grupo grande, de gente sencilla que había dejado muy lejos la vanidad personal, el caudillismo, los intereses materiales, cosa que le hizo sentirse feliz, y donde conoció gente honrada que luchaba por la honradez común, por la justicia. “Nunca se aprende bastante de la humildad. Nunca me enseñó nada, el orgullo individualista que se encastilla en el escepticismo para no ser solidario del sufrimiento humano”.

En 1939 el gobierno de Chile decidió enviarlo a Francia “a cumplir la más noble misión que he ejercido en mi vida: la de sacar españoles de sus prisiones y enviarlos a mi patria. Tenía un cargo concreto. Era cónsul encargado de la inmigración española”.

En 1971 se hizo cargo de la embajada en París. “Eso de ser embajador era algo nuevo e incómodo para mí, me di cuenta de que tenía que pagar un pesado tributo a mi vanidad. Dejándome ir una vez más por el vaivén de la vida me agradaba la idea de representar a un victorioso gobierno. Tragué humillaciones cuando organicé la inmigración de los republicanos españoles hacia mi país. Cada uno de los embajadores anteriores había colaborado en mi persecución, había contribuido a denigrarme y a herirme”. Su gobierno lo mandó a México.

El libro acaba analizando una muerte, no la suya —que tendrá lugar doce días después—, sino la de Allende, quien fue asesinado por haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre. “Momento en el que se estaba construyendo, entre inmensas dificultades, una sociedad verdaderamente justa, elevada sobre la base de nuestra soberanía”. Era su gran compañero, quien había creado obras y hechos de imborrable valor nacional.

“Mi poesía y mi vida han transcurrido como un río americano, como un torrente de agua de Chile, (…). Mi poesía no rechazó nada de lo que pudo traer en su caudal; aceptó la pasión, desarrolló el misterio, y se abrió paso entre los corazones del pueblo. Me tocó padecer y luchar, amar y cantar; me tocaron en el reparto del mundo el triunfo y la derrota, probé el gusto del pan y el de la sangre. …desde el llanto hasta los besos, desde la soledad hasta el pueblo, perviven en mi poesía, actúan en ella porque he vivido para mi poesía y mi poesía ha sustentado mis luchas. He alcanzado el premio mayor: ser poeta de mi pueblo”.

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