Stephen King. La caja de herramientas

Categoría (Consejos para escritores, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 19-12-2015

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Stephen Edwin King es uno de los escritores norteamericanos más prolíficos, autor de 50 novelas de terror y fantasía ─30 de ellas adaptadas al cine y a la televisión─ y 350 millones de ejemplares vendidos. Actualmente, vive en Bangor, estado de Maine, con su esposa, la también escritora Tabhita Spruce, aunque posee otras propiedades, en las que reside temporalmente.

Nacido en Portland en 1947, su infancia fue bastante dura. Su padre abandonó a la familia cuando King tenía dos años y su madre sufrió para criarlo, a él y a su hermano mayor. Trabajó para pagar sus estudios y cuando se licenció, obtuvo un certificado para enseñar lengua y literatura. Se casó en 1971 con su actual esposa y la pareja vivió en un remolque, hasta que en 1974 se publicó su primera novela Carrie. Por aquel tiempo, y durante una década, King tuvo problemas con el alcohol. Esta adicción le sirvió para perfilar el personaje principal, Jack Torrance, de su tercera novela, El resplandor, publicada en 1977.

En 1999, King fue atropellado por un coche mientras caminaba por el arcén de una carretera y arrojado a una zanja. Le operaron cinco veces en diez días y, poco a poco, fue retomando su trabajo, a pesar de los fuertes dolores que padecía en la cadera. En aquel tiempo, estaba terminando un ensayo Mientras escribo, a modo de pequeña autobiografía, en la que cuenta cómo fueron sus inicios y expresa sus recomendaciones para todos aquellos que quieran dedicarse a la literatura. La obra se publicó en el año 2000 bajo el título On writing.

De su contenido, se han escrito numerosos extractos en forma de manuales o decálogos para escritores, algunos de los cuales se pueden leer en los enlaces que figuran al final de este artículo. Aquí, nosotros, hemos resumido parte del capítulo Caja de herramientas, en la que el autor expone los requisitos básicos que él considera necesarios para todo aquél que pretenda escribir una novela. El primero de todos es la concreción: “Cuando escribas, quita todo lo que no sea la historia”.

El vocabulario

Es la herramienta más importante, tu pan de cada día. Y no te compliques la vida. Utiliza lo que tengas, el vocabulario de la calle, sin ningún sentimiento de culpa o inferioridad. Elige palabras sencillas y cortas, por ejemplo, “sueldo” en lugar de “retribución”. Buscar palabras complicadas por vergüenza de usar las normales es lo peor que le puede pasar a tu estilo. La escritura presenta cierta complejidad, pero el vocabulario no se aleja demasiado del de los libros infantiles. Si consideras que tus lectores se pueden ofender con el verbo “cagar”, di “hacer del vientre” o “hacer sus necesidades”, pero no “ejecutar un acto de excreción”. No se trata de fomentar las palabrotas, pero sí el lenguaje directo y cotidiano.

Hay escritores con un léxico enorme; algunos se asemejan a esos personajes que no fallan una sola respuesta en los concursos de vocabulario de la tele y que serían capaz de escribir un párrafo como éste: “Las cualidades de correoso, indeteriorable y casi indestructible eran atributos inherentes a la forma de organización de la cosa, pertenecientes a algún ciclo paleógeno de la evolución de los invertebrados que se hallaba fuera del alcance de nuestras capacidades especulativas” (H.P. Lowecraft, En las montañas de la locura). ¿Qué te parece?

La gramática

Es el segundo requisito que hay que conocer para ser escritor. Y no digas ahora que no tienes tiempo, que escribir es divertido, pero que la gramática es un coñazo. Los principios gramaticales de la lengua materna, o se asimilan oyendo hablar y leyendo, o no se asimilan. Si quieres recordar sus reglas, cómprate un buen manual. Cuando empieces a hojearlo, te darás cuenta de que lo sabes casi todo, solo hace falta desoxidar la broca y afilar la hoja de la sierra.

Los elementos indispensables de la escritura son dos: los sustantivos y los verbos. Con ellos, se construyen las frases. Y éstas deben organizarse de acuerdo con las reglas de la gramática. Infringirlas sería romper o dificultar la comunicación, salvo si te sobra talento: Según consta desde antiguo, a veces los mejores escritores se saltan la retórica”, dice William Strunk, autor de un excelente manual de estilo The elements of style. No obstante, añade a continuación: “A menos que estés seguro de actuar con acierto, harás bien en seguir las reglas”.

Pero cómo estarlo sin una noción rudimentaria de cómo se transforman las partes de un discurso en frases coherentes. La respuesta es obvia: No se puede. Al menos, has de saber que los sustantivos son palabras que designan, y los verbos, palabras que actúan. Si los juntas, obtienes una frase: “Las piedras explotan”, “Jane transmite”, “Las montañas flotan”. Pues bien, a no ser que seas un genio, trata de construir frases cortas. La simplicidad de la construcción nombre-verbo es útil porque te dará seguridad y evitará que te pierdas en el laberinto de la retórica. ¿A que a Hemingway no le fue mal con las frases simples?

A pesar de la brevedad de su manual de estilo, William Strunk encontró espacio para exponer sus manías en cuestión de gramática y usos lingüísticos. Odiaba las expresiones “el hecho de que” o “por el estilo de”. Prefería utilizar “alumnado” en lugar de “cuerpo de alumnos”. Su famosa regla 17 no ha perdido valor cien años después: “La escritura vigorosa ha de ser concisa. La frase no debe contener palabras superfluas ni el párrafo, frases innecesarias. Esto no significa que haya que utilizar siempre frases cortas, omitir los detalles o tratar los temas a la ligera, sino que cada palabra diga algo”.

La voz pasiva

Stephan King también tiene sus fobias (“en aquel preciso instante”, “al final del día”), pero sobre todo arremete contra el uso de la voz pasiva. La voz pasiva es una afición propia de escritores tímidos, igual que los enamorados tímidos tienen predilección por las parejas pasivas. La voz pasiva no entraña peligro, no obliga a enfrentarse a una acción problemática. Y también, de los escritores inseguros que creen que la voz pasiva confiere autoridad e incluso majestuosidad. Escribe el tímido o el inseguro: “La reunión ha sido programada para las siete”. Levanta la cabeza, yergue los hombros y toma las riendas: “La reunión es a las siete”. Y punto. ¿A qué suena mejor?

El abuso de la voz pasiva le da ganas de gritar. Queda fofo, demasiado indirecto y a menudo enrevesado: “El primer beso siempre será recordado por mi memoria como el inicio de mi idilio con Shayna”. Este individuo, además de tímido e inseguro, es un cursi, seguro que Shayna no le aguanta mucho tiempo. “Mi idilio con Sayna empezó con el primer beso. No lo olvidaré”. Así está mucho mejor, a pesar de repetir la preposición “con”. Partida la frase en dos, la idea original es mucho más fácil de entender, y nos hemos librado de la maldita voz pasiva.

Los adverbios terminados en -mente

Igual que la voz pasiva, los adverbios terminados en –mente parecen hechos a la medida del escritor tímido que tiene miedo de no expresarse con claridad, de no transmitir la imagen que tiene en la cabeza. Es como el diente de león, uno en el jardín hasta hace bonito, pero como no lo arranques, al día siguiente encontrarás cinco, al otro cincuenta… y a partir de ahí, lo tendrás “completamente”, “avasalladoramente” cubierto de dientes de león. Entonces los verás como lo que verdaderamente son, malas hierbas que ya no podrás cortar.

Examinemos la frase “cerró firmemente la puerta”. ¿Es necesario el “firmemente”? Aunque, en este caso, no está del todo mal, es preferible actuar sobre el texto precedente para informar al lector de cómo el personaje cerró la puerta que no acudir al adverbio para transmitir la sensación de “portazo”. En general, si el relato está bien construido, el contexto de la narración indicará el modo en que se produce la acción y lector sabrá entenderlo, sin necesidad de acudir a términos como “lentamente”, “alegremente”, “tristemente”…, que en la mayoría de los casos son superfluos, si no redundantes.

Verbos de atribución

Los verbos de atribución (que la RAE denomina “verbos declarativos” o “verba dicendi”) del diálogo sirven para asignar el discurso al personaje y van precedidos del guión largo. Los más usados son: decir, pensar, exclamar, replicar, aclarar, preguntar, responder, criticar, murmurar, etc. Sin embargo, Stephen King es partidario de utilizar solo uno: “decir”. Es un adepto del “dijo” hasta en los momentos de crisis emocional, pero solo si hace falta. Si se sabe quién habla, el verbo de atribución sobra, otro ejemplo de la regla 17: “Omitir palabras innecesarias”.

Hay autores que plantan el adverbio para modificar los verbos de atribución en el diálogo, quizá para que el lector entienda mejor lo que quieren expresar. Es una mala práctica que solo debe usarse en ocasiones muy especiales. Veamos tres ejemplos:

─¡Suéltalo! ─exclamó amenazadoramente.
─Devuélvemelo ─suplicó lastimosamente.
─No seas tonto, Jekyll ─dijo despectivamente Utterson.

En estas tres frases, “exclamó”, “suplicó” y “dijo” son verbos de atribución de diálogo (o declarativos). En los tres casos, el adverbio sobra, no aporta información, salvo quizá en el tercero. Si tu relato está bien narrado, es probable que el lector sepa cómo lo dijo, sin necesidad de acudir al adverbio. Ahí está el talento del escritor.

También hay escritores que intentan esquivar la regla antiadverbial inyectando esteroides al verbo de atribución:

─¡Suelta la pistola, Utterson! ─graznó Jekyll.
─¡No pares de besarme! ─jadeó Shayna.
─¡Qué puñetero! ─le espetó Blil.

No caigas en ello. La mejor manera de atribuir diálogos es “dijo” a secas. Por fácil que parezca un idioma, siempre está sembrado de trampas. Solo te pido que te esfuerces al máximo. Ten presente que escribir adverbios es humano, pero escribir “dijo” es divino.

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