Una relectura de Bartleby, el escribiente

Categoría (El libro y la lectura, El mundo del libro, Estafeta literaria, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 26-05-2024

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En algún lugar de un libro hay una frase
esperándonos para darle sentido a la
existencia.
(Miguel de Cervantes)

Preferiríamos no tener que hacerlo, pero debemos reivindicar la lectura de los clásicos y después su relectura. En esto vamos a muerte con Italo Calvino que afirmaba, entre otras cosas, que “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”.  En cualquier época en la que lo leas habla de ti y de tu mundo, aunque el autor en realidad lo haya escrito para explicar el suyo, por eso se suele decir de los clásicos que aguantan muy bien el paso del tiempo.

Pongamos por caso la primera lectura en la adolescencia y la segunda en plena madurez, y comparémoslas. Cuando, en el instituto, el profesor de filosofía te propone diversas lecturas, las disfrutas, pero de una forma distraída; la falta de vivencias, los divertimentos propios de la edad y el escaso número de lecturas con que compararlas no nos permite valorar el alcance total de las obras.  Sin embargo, con la relectura de la madurez, logramos apreciar los detalles y significados que se nos pasaron por alto y sentimos un placer extraordinario porque, aunque la obra sea la misma y no haya cambiado, nosotros sí lo hemos hecho por lo que el reencuentro con ella se convierte en un redescubrimiento.

Es lo que nos ha pasado con Bartleby, el escribiente, una novela corta escrita por Herman Melville, un novelista estadounidense cuya obra está construida sobre sus apasionantes vivencias: vivió como un gran aventurero, enrolándose en barcos y en balleneros ―Moby Dick sería su máxima obra sobre este tema―, conviviendo con una tribu de caníbales de los Mares del Sur ―su libro Taipi, así lo atestigua―, incluso escribió un largo poema épico, Clarel, inspirado en sus viajes por Europa y Tierra Santa pagados por su suegro para que se “curara” de los problemas literarios, sentimentales y de salud que le acuciaban.

Si la rebeldía del personaje era el acicate del profesor para engancharnos como jóvenes lectores, consiguió su objetivo, porque lo recordamos, hasta el punto de querer leerlo de nuevo. Y en esta relectura descubrimos que no todo era como creíamos, empezando por el personaje principal; ya no tenemos tan claro quién es el verdadero protagonista de la historia ¿Bartleby o el narrador abogado que nos la cuenta?

Ajustándonos a la teoría literaria, estamos claramente ante la narración de una primera persona testigo de los hechos. El argumento es el siguiente. Un abogado ―narrador de la historia cuyo nombre desconocemos y que posee un bufete con tres amanuenses dedicados a la copia de transferencias inmobiliarias y a la búsqueda de títulos de propiedad― decide contratar a un cuarto en un momento de gran carga de trabajo para la empresa. Aunque la primera impresión no es la mejor que recibe de él― figura pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada―, tras una breve conversación lo acepta por su carácter sosegado, en contraposición a su brigada de copistas más bien nerviosos e impetuosos. Los inicios laborales de Baterbly fueron muy buenos porque era una máquina de copiar documentos. Se dedicaba a ello de día y de noche hasta que un buen día le pidió que le ayudara a cotejar un texto con el original, labor que muy habitualmente realizaban sus copistas. Esto fue el detonante de la historia, pues contestó: Preferiría no hacerlo.

Nos encontramos con un personaje anodino, insustancial, sobre el que nadie contaría una historia pero que, sin embargo, la tiene, y ¡qué historia!, una que ha logrado hacer de este personaje un referente literario. Con esa famosa frase que repite en diversas ocasiones nos desarma porque no es ni una negativa ni una afirmación. Esta forma de contestar ante la petición de un trabajo, exigido por el jefe, no entra en nuestros parámetros laborales, es como un pulso al sistema. Y más en aquel tiempo ―mediados del XIX―, periodo de grandes cambios sociales y políticos en Estados Unidos, un país que experimentaba una rápida industrialización y urbanización que llevó a un aumento en la burocracia.

Según nos cuenta Juan Gabriel Vásquez en el prólogo a una de las ediciones, Melville volvió a New York, tras haber viajado por el mundo en balleneros y haber escrito Moby Dick con un éxito bastante escaso, y visitó las oficinas de abogados en las que trabajaban sus hermanos. Allí solía sentarse, en un escritorio desocupado, y se pasaba el día escribiendo, ¿no parece ese el mismo ambiente que rodeaba a Bartleby? En un momento dado de la novela: Bartleby no hacía más que permanecer plantado ante su ventana, en uno de sus ensueños ante el muro ciego. Tomó la decisión de no trabajar y mirar a la pared (wall) ―recordemos el subtítulo “Una historia de Wall Street”, famosa calle, símbolo del capitalismo y las finanzas―. Pared o paredes, las de la oficina, omnipresentes en la historia, que encarcelan y oprimen al individuo. Algo quizás premonitorio de lo que sería la propia vida de Melville, que estuvo trabajando casi veinte años como inspector de aduanas.

Ese Preferiría no hacerlo repetido hasta la saciedad mientras mira al muro ciego no es más que la inacción como rebeldía, y esto al narrador le creaba un desconcierto que nunca antes había experimentado. El abogado de la historia tiene un motivo muy poderoso para contarla porque esa frase deja fuera de juego a cualquiera que la escuche. Ante este comportamiento del amanuense, tiene que actuar y como no sabe muy bien cómo hacerlo comienza a buscar opciones, alternativas al “lo haces porque soy el jefe”.

Pero analicemos ahora el carácter del narrador a partir de esta descripción que hace él de sí mismo: Soy un hombre que, desde la juventud, ha vivido con la profunda convicción de que la vida es mejor cuanto más fácil. De ahí que, si bien me dedico a una profesión enérgica que genera nervios proverbiales a veces hasta el extremo del alboroto, jamás haya tolerado que esa clase de comportamientos turbaran mi paz. Soy uno de esos abogados carentes de ambición que nunca se dirigen a un jurado ni atraen en modo alguno el aplauso del público; al contrario, en la fresca tranquilidad de mi cómodo retiro practico cómodos negocios entre bonos, hipotecas y escrituras de hombres adinerados. Todo aquel que me conoce me tiene por hombre fiable.

Tenemos un perfil de personaje acomodado que evita las complicaciones, así que cuando le llegan lo último que desea es que continúen. Por eso, en el momento en que Bartleby se enfrenta a él con su frase, cree que no ha escuchado bien, piensa en un malentendido por las dos partes, por eso insiste, pero la respuesta es la misma: Preferiría no hacerlo. Esto unido a su mirada desde unos ojos grises, inquebrantables, y su actitud sosegada, sin un ápice de incomodidad, es lo que le desarma. Lo único que le queda es preguntarse qué debería hacer, cómo debería actuar ante esa situación.

Desde el principio. ya se nos habla de Bartleby como un personaje sosegado, pero con un sosiego llamativo: ¡Pulcra palidez, penosa decencia, incurable desconsuelo! y un ánimo al realizar el trabajo silencioso, mortecino, mecánico. El abogado también afirma en otro momento: Parecía que se diera un atracón con mis documentos, como si hubiera pasado un largo ayuno de textos por copiar. Esta forma de ser y actuar descoloca al narrador que piensa en él como en un ser de otro mundo. Este Bartleby intangible, como si no fuera humano, es lo que lleva al jefe a intentar comprenderlo para lo cual se empeña en razonar con él. Pero en vano.

Desde ese momento, como si de un ratón de laboratorio se tratara, Bartleby se convierte en objeto de estudio: Que yo supiera jamás había abandonado la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Nunca iba a ningún lado ni para comer porque otro compañero se encargaba de suministrarle alimento, por llamarle de alguna manera: Así que se alimenta de bizcochos de jengibre, pensé; nunca un plato que merezca el nombre de almuerzo; entonces, será vegetariano. Mas no, ni siquiera comía verduras; solo bizcochos de jengibre. Mi mente se puso entonces a desvariar acerca de los efectos probables en la constitución humana de una alimentación exclusivamente a base de bizcochos de jengibre.

En realidad, lo que Bartleby estaba ejerciendo en todo momento era una resistencia pasiva: Si el que se enfrenta a la resistencia no tiene un temperamento inhumano y el que la ofrece es absolutamente inocuo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, procurará por caridad interpretar por medio de la imaginación aquello que no alcance a resolver por medio del raciocinio. Aquí está la clave.

El narrador va acomodando su comportamiento a las actuaciones del amanuense; de esta forma va intentando entender por qué actúa como lo hace. Comienza a indagar en su vida familiar, le brinda ayuda por si necesita algo, le ofrece otro tipo de trabajos distintos para ver si así cambia de postura… Se empieza a sentir responsable del bienestar de Bartleby, pero a la vez no le entiende, aunque en su fuero interno quiere hacerlo. De esta manera se crea una tensión, una lucha en su interior que no refleja más que la eterna disputa del individuo contra la sociedad y sus exigencias, contra la sociedad y la búsqueda de sentido en un mundo que muchas veces nos resulta absurdo.

Si nos fijamos bien, con la excusa de contarnos la historia del copista Bartleby, el abogado narrador también se muestra ante los ojos del lector. Tenemos, por tanto, a dos personajes que muy bien podrían representar dos símbolos de la sociedad: el personaje constreñido por un sistema que no le permite ni un ápice de creatividad y el personaje pragmático que ante alguien que se desvía de la norma es incapaz de comprenderle.

Ya vamos descubriendo los temas principales de esta novelita que, en esa primera lectura, no vimos con la misma claridad ―deslumbrados como estábamos, por el poder de ese gran personaje que es Bartleby―: la alienación del individuo en la sociedad moderna, la resistencia a las normas establecida y la búsqueda de significado y sentido en la vida. Nos encontramos ante una obra con muchas interpretaciones: desde una ácida parodia de los avances en materia de política laboral que se sucedieron en NewYork hacia 1850, pasando por una reflexión sobre las consecuencias del aislamiento deshumanizador al que nos aboca el trabajo moderno o una inmersión directa en la enfermedad mental o también un precursor del absurdismo kafkiano o incluso el primer texto existencialista o hasta un furioso “Ya Basta” contra el determinismo inherente a la modernidad. La renuncia de este inquietante e incómodo personaje tiene una dimensión laboral, social, religiosa y metafísica.

Pero continuemos desgranando la trama para llegar al final de la historia. La pasividad de Baterbly que poco a poco va obsesionando a su jefe consigue ganarle la voluntad hasta el punto de que va quedándose con el espacio físico de la oficina: No podía echar a aquel hombre a empujones; hacerle salir a base de insultos no serviría; llamar a la policía me parecía una idea desagradable; y sin embargo permitirle disfrutar de aquel cadavérico triunfo sobre mí…

Ante la impotencia, el jefe decide marcharse y montar la oficina en otro lado, pero “el problema” no desaparece porque más tarde, por el diálogo que el narrador tiene con un inquilino del edificio donde se encontraba la antigua oficina, sabemos que está a punto de adueñarse del edificio entero ―El señor B. lo ha echado de su oficina, pero ahora se empeña en circular por todo el edificio; se sienta en el barandal de la escalera de día y duerme de noche en el portal. Estamos todos preocupados: los clientes huyen de las oficinas; hay quien teme que se arme una turbamulta. Tiene que hacer algo sin la menor dilación―. Y no olvidemos dónde está situada la oficina, así que la amenaza de dominación se extiende hasta a Wall Street.

Analicemos ahora el trabajo del amanuense. La figura del escriba que se dedica a registrar viene de antiguo. La historia que nos ocupa sucede en una oficina donde los trabajadores se dedican a la copia de documentos legales; se convierten en máquinas que reproducen una y otra vez textos, reduciendo así la escritura a la mínima expresión. ¿Puede haber algo más aburrido y alienante? Copiar por copiar, palabra tras palabras sin pensar. Cuando las utilizamos de esta forma, las gastamos y las vaciamos de contenido, lo que se une muy bien a la genial idea que tuvo Melville para dar verosimilitud y a la vez sentido al comportamiento de Bartleby: existía el rumor de que Bartleby había sido un empleado subalterno de lo Oficina de Cartas Muertas de Washinton, de donde lo habían despedido sin previo aviso tras un cambio en la administración.

Es interesante este dato porque en el siglo XIX la comunicación a distancia se regía por los envíos postales, las cartas personales eran la única forma de transmitir las emociones y sentimientos a los seres queridos; eran el vínculo gracias al cual las familias seguían en contacto. Pero en ese camino, muchas cartas no llegaban a destino. En este caso y si las misivas no podían ser devueltas, se enviaban a la denominada Oficina de la Carta Muerta ―creada en 1825 con el fin de investigar la procedencia en busca de indicios para devolverlas―; si no se encontraba al remitente, se procedía a su autodestrucción. Al final tenemos unos mensajes llenos de emotividad y perdidos, sin receptor, repletos de palabras que caen en el vacío, palabras muertas. En el trabajo de amanuense no se hace más que copiar de forma mecánica, sin pensar, mientras los mensajes, llenos de sentimientos, que llegan a esta oficina postal se quedan sin destino: irracionalidad extrema que el individuo no consigue asimilar.

Retomemos de nuevo al narrador de la historia que se siente cada vez más superado por el comportamiento del copista. Después de la última queja del inquilino de su anterior oficina decide poner tierra de por medio y se ausenta del trabajo unos días; nuevo movimiento del abogado para evitar mover ficha, aunque cada vez se compadece más de Bartleby. Cuando regresa, se entera de que le han encarcelado por vagabundo: Según supe más adelante, el pobre amanuense, cuando le dijeron que debían llevarlo a la cárcel, no ofreció la menor resistencia y en su estilo pálido e inmóvil dio su consentimiento en silencio. Así que en un último intento por ayudarle decide visitarle en la cárcel: Allí me lo encontré, a solas en el silencio del patio, encarado a una pared elevada mientras alrededor, desde las estrechas rendijas de las ventanas de las celdas, me pareció apreciar que lo contemplaban lo ojos de los asesinos y ladrones. Y antes de irse incluso soborna a un guardia para asegurarse de que coma debidamente, pero como ya os podéis imaginar, preferiría no hacerlo.

No hace falta decir cuál fue el final, pero sí que fue elegido libremente. Ante el trabajo repetitivo y extenuante ―… tenía los ojos velados y mortecinos. Al instante me dio por pensar que a lo mejor aquella diligencia sin parangón que había mostrado al copiar documentos a la tenue luz de la ventana durante las primeras semanas de su estancia en mi oficina podía haberle perjudicado temporalmente la vista― opta por el inmovilismo, una manera de esquivar el determinismo de una sociedad que aplasta tu espíritu y aniquila tus sueños.

Esta escena, además, marca un momento crucial de la historia ya que el narrador se dará cuenta de que no es que Bartleby no vea, sino que sufre de soledad, está solo en el mundo, en el universo, y está en manos del destino, al igual que él mismo y finalmente la humanidad entera. Cuando descubre esta terrible verdad es cuando comienza a vivir merced a los cambios de Bartleby y no al revés; de ser un personaje interesado, pragmático y acomodado pasa a ser una persona comprensiva y empática.

Aquí es a donde queríamos llegar, porque ¿no se define la narración como la historia de un cambio? Pues tenemos dos: el que acabamos de explicar y el cambio de la mirada del lector al releer a los clásicos.

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