Valle-Inclán y el esperpento hispánico

Categoría (El libro y la lectura, El mundo del libro, Estafeta literaria, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 27-02-2020

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La figura de Valle-Inclán (1866-1936) ha sido y sigue siendo objeto de reiterada polémica. Su nombre está envuelto en fábulas y maquinaciones que él mismo ayudó a crear con su extravagante atuendo y su carácter ambivalente. Manuel Azaña, que lo conoció bien, declaraba en un artículo publicado en la revista La Pluma (1923) bajo el título titulado El secreto de Valle-Inclán: “Hay un Valle-Inclán colérico y otro maldiciente; hay un Valle-Inclán arriscado, temerario, y otro piadoso y recoleto. Si por ciertos atisbos fidedignos no se barruntara en Valle-Inclán la humanidad compasible y fatigada donde yacemos todos, pudiera creerse que no existe íntimamente, que sólo es una máquina de acuñar piezas para el público”.

Tanto su carácter excéntrico como su comportamiento instintivo dieron pie a numerosas especulaciones sobre su persona, afirmaciones temerarias o simple fabulación que, con el paso del tiempo, se han inflado como una bola de nieve, para crear una imagen distorsionada que ha servido para elaborar abundantes biografías con muy pocas aportaciones y ninguna verificación de datos, como la que escribió Ramón Gómez de la Serna, dentro de sus Retratos Contemporáneos (editorial Sudamericana, 1941), llena de dislates, anécdotas y entelequias, a pesar de haberle tratado muy poco, según palabras de su nieto en la biografía de su abuelo (Ramón del Valle-Inclán. Genial, antiguo y moderno, Joaquín del Valle-Inclán, Espasa, 2015).

Pero esa percepción que sus coetáneos tenían de él no era caprichosa. Su actitud petulante y una ubicua egolatría le acompañaban por doquier, como contraseña de su identidad. Pretendía ser el centro de cualquier reunión y lo lograba casi siempre con su oratoria mordaz y su forma de hablar imperativa. Era presidente de muchas de las tertulias que frecuentaba y ocupó diversos cargos directivos en las instituciones a las que se afiliaba.  La idea era clara: para triunfar como escritor, tienes que llamar la atención, conseguir que tu nombre ocupe los titulares de la prensa y que la gente hable de ti.

Eso provocó la aparición de un holgado anecdotario, a menudo distorsionado, que él nunca refutó. Los innumerables retratos que recibió de los intelectuales que le conocieron tampoco fueron benévolos. Pío Baroja lo describe así en sus Memorias: “Al principio, el aspecto de Valle-Inclán y sus melenas produjeron un tanto de irritación en la gente. Pero sus teorías y sus primeros escritos gustaron al público y se le alababa incondicionalmente. Hasta por su físico tuvo sus alabanzas”. Es curioso este espejismo, prosigue Baroja: “Valle-Inclán no era de cara bonita, ni mucho menos; tenía restos de escrófula en el cuello. La nariz, un poco de alcuza; los ojos, turbios e inexpresivos; la barba, rala y deshilachada, y la cabeza, piriforme, y, sin embargo, para muchos era como un gigante y hasta como un Apolo”.

Siempre el primero en protestar, llevaba la voz cantante para enfrentarse a quien le incomodara, sin importar la autoridad que tuviera enfrente, lo que le llevó en varias ocasiones a visitar la prevención y una vez a la cárcel Modelo, en 1927, por enfrentarse al delegado policial durante el escándalo del teatro Fontalba. Mientras buena parte del público aplaudía con entusiasmo, él abucheó a la actriz Margarita Xirgu al terminar un parlamento, diciendo en voz alta: “Muy mal, muy mal”, y además se negó a pagar las 250 pesetas de multa que le impuso la autoridad gubernativa.

Su carácter fantasioso, su temperamento impulsivo, su vertiente pendenciera y su excesiva vanidad le crearon una aureola de histrión que terminó por convertirse en leyenda, una fábula difícil de desmontar, como ya vaticinó Azaña en el referido artículo: “Es probable que Valle-lnclán esté destinado a soportar una desfiguración popular, grosera, y que dure en la memoria del vulgo, como un carácter terrible, agrio. ¿No padece Quevedo una reputación de procaz deslenguado? Pero al hombre dulce e infantil, huidizo y modesto, al cultivador galaico que vive secretamente aherrojado por el personaje fabuloso de Valle-Inclán, un destino casi sobrehumano le pesaría”.

Nació Valle-Inclán en Villanueva de Arosa (Pontevedra), segundo hijo de una familia de ascendencia adinerada y culta. Su padre, intelectual galleguista de reconocido prestigio, defendía con fuerza el rexurdimiento de la cultura gallega; amigo de Manuel Murguía —casado con Rosalía de Castro— y del poeta en lengua gallega Andrés Muruáis —muerto prematuramente en 1882—, cultivó la historia y la poesía, aficiones que transmitió a su hijo, además de su pensamiento liberal y el rechazo a la monarquía borbónica.

Su madre pertenecía a una familia campesina de ascendencia hidalga y abolengo tradicionalista, que le transmitió su inclinación al movimiento carlista, simpatía que él nunca negó, a pesar de su deriva hacia ciertas posiciones de izquierda que afloraron al final de su vida. Aparte de su amistad con los líderes carlistas del momento, en varias ocasiones, dio siempre muestras concluyentes de su adhesión a la causa. El mismo año de la proclamación de la República, Valle recibió del pretendiente carlista, Don Jaime, la más alta condecoración del partido: la Cruz de la Legitimidad Proscrita.

El carlismo, al aglutinar la aureola romántica de su pasado bélico y la defensa de una sociedad conservadora, de economía agraria y hábitos estables, le recuerda la Galicia rural que vivió en su niñez. No es extraño que un hombre con la sensibilidad de Valle-Inclán se sintiera atraído por estos postulados, frente al empuje de una clase media que se había formado alrededor de la ideología liberal, a la que no quería pertenecer. Esta profesión de fe reluce en las novelas de La Guerra Carlista (1908-1910) y la tragedia pastoril Voces de gesta (1911), que enlazan con las Comedias Bárbaras (1906-1922) para glosar los episodios más notables de la guerra entre 1872 y 1876 ocurridos en Galicia, Navarra y el País Vasco.

De su infancia y adolescencia apenas hay información fiable. Sus expedientes académicos en los institutos de Pontevedra y Santiago indican que no fue un estudiante muy aplicado: repitió tres asignaturas, obtuvo el simple aprobado en la mayoría de sus calificaciones y terminó el bachillerato sin pena ni gloria en 1883. Le gustaba más la lectura. En la biblioteca paterna, tuvo acceso a los clásicos españoles y a los románticos europeos, además de iniciarse en la historia de Galicia.

En 1884, se marcha a Santiago a estudiar Derecho, al parecer por imposición paterna. Su interés por el estudio es mínimo y acude a la Universidad solo para visitar la biblioteca. Practica esgrima, pasea a caballo con oficiales del regimiento de caballería, se cambia de traje dos veces al día y, por la noche, acude al casino a jugar al monte. Frecuenta los cafés y los círculos literarios que vivían entonces la eclosión del movimiento regionalista gallego.

El periodismo y la literatura atraen su atención. Colabora en El País Gallego, diario regionalista, y publica sus primeros artículos en la revista literaria Café con gotas. Escribe un relato breve, A media noche—en el que ya se atisban caracteres de su obra posterior— y participa activamente en la vida periodística de la ciudad, incluido un enfrentamiento con el director de otro semanario, con el que tuvo algo más que palabras.

Santiago supuso una vivencia personal y estética imborrables para Ramón Valle. El ambiente ideológico y cultural que allí se respiraba dejaron huella indeleble en el joven estudiante, que sueña con dedicar su vida al cultivo de las letras. La conferencia que José Zorrilla (1817-1893) pronuncia en la Universidad le produce una honda impresión; se afianza su idea de ser escritor.

Pero la muerte de su padre en enero de 1890 le obliga a abandonar la carrera jurídica, por la que siempre ha sentido un profundo disgusto: había aprobado tan solo ocho asignaturas de las diecinueve que integraban la licenciatura. Abandona Santiago y se va a vivir a Pontevedra, donde su familia se ha instalado. Allí comienza a frecuentar el Círculo Muruáis y tiene acceso a la afamada biblioteca en la casa del Arco de Jesús Muruáis—hermano de Andrés—, también poeta, crítico literario y catedrático de latín, que se brindó a enseñarle la lengua de Cicerón. Su influencia fue decisiva en su formación poética y terminó de modelar su vocación literaria. En agradecimiento, el autor le dedicó su libro de relatos Femeninas. Seis historias de amor, publicado en 1895.

Su inquietud por lo nuevo le lleva a adentrarse en territorios esotéricos, prácticas por la que demostró interés desde muy joven. En 1888, publica su primer cuento, Babel, en el que ya percibe su simpatía hacia lo oculto y, a finales de 1891, pronuncia una conferencia sobre hermetismo en la Sociedad del Recreo de Artesanos de Pontevedra. Numerosos artículos y referencias —La lámpara maravillosa es su obra paradigmática— confirman su afinidad, una vena irracionalista que le duró toda la vida, hasta el punto de dar crédito a los fenómenos paranormales.

De esta época datan sus primeras publicaciones. Pero los ingresos que obtiene no le alcanzan para vivir y, como la herencia que ha recibido es modesta, se marcha a Madrid a probar fortuna. Allí retoma su afición por las tertulias literarias, en las que comienza a ser conocido por su ingenio y la gracia que produce su particular ceceo. A pesar de algunos artículos que logra publicar en El Globo, no consigue un sustento estable y, al cabo de dos años, decide cambiar de aires y, en marzo de 1892, se embarca en Marín con destino a México. Tenía 25 años y su imagen es convencional: levita estrecha, bombín, quevedos, pelo corto y un generoso mostacho de rizadas puntas…

Llevaba una carta de recomendación que le permitió entrar como redactor en El Correo Español y colaborar en la prensa mexicana con la firma Valle-Inclán, que ya había ensayado en su etapa pontevedresa. Publicó una serie de artículos bajo el título de Cartas galicianas en El Universal, periódico en el que escribían poetas modernistas como Rubén Darío—con quien mantuvo una relación de amistad y admiración mutua—, que pretendían renovar las formas poéticas y llevar a sus últimas consecuencias la plasticidad del lenguaje.

Vivió en México poco menos de un año, entre Veracruz y Ciudad de México, siendo presidente del país Porfirio Díaz (1830-1915), un general de prestigio que, bajo el lema de “Progreso y orden”, impulsaba las ideas de Augusto Compte para modernizar el país. Este ambiente positivista, propicio para la ciencia y la cultura, sedujo a Valle-Inclán que vio cómo, en ese clima, florecían las artes y las letras, frente al caciquismo ultramontano que había dejado en su país natal.Y colmó su afición por las ciencias ocultas, asistiendo a las sesiones de espiritismo que se celebraban en la casa Porfirio Parra (1854-1912), catedrático de medicina, en las que actuaba como médium la hija del presidente de la nación.

Su estancia en tierra americana no estuvo exenta de problemas. Al poco de llegar, retó a duelo al director de El tiempo, que había permitido la publicación de un artículo ofensivo contra la colonia española, aunque el episodio terminó de forma pacífica. Más tarde, tuvo una discusión con un compatriota y, después de unas frases duras, se liaron a paraguazos. Y a primeros de 1893, fue detenido en Veracruz y condenado a 15 días de prisión por participar como padrino en un duelo entre periodistas de la ciudad. Al poco tiempo, decidió abandonar el país, quizá por sus problemas con la justicia, con fama de ser persona agresiva.

Este primer viaje le dejó una huella imborrable. Es verdad que su decisión de convertirse en escritor estaba ya tomada, pero allí descubrió el modernismo americano, un estilo que abrazó con entusiasmo y que marcó su carrera literaria: “México me abrió los ojos y me hizo poeta”, confesó más tarde. Y probó el “cáñamo índico”, un alucinógeno cuyos efectos no le disgustaron y que siguió consumiendo durante buena parte de su vida.

A su regreso, vuelve a la casa materna que sigue viviendo en Pontevedra. Adoptó la imagen de un dandi: “se le veía pasear por sus calles vestido de negro con brazal de luto en la manga izquierda, se ha dejado crecer el pelo, gasta sombrero y bastoncito de nudos. No tiene vicios, no bebe, no fuma; reservado, frío y cortés con un eterno “psé” en la boca”. Empieza aquí la transformación de su atuendo que, poco a poco, se fue extremando hasta alcanzar ese aspecto extravagante que lo caracterizó hasta la muerte: capa negra, sombrero de copa alta, larga melena y puntiaguda barba​, las “barbas de chivo”, de las que habla Rubén Darío en un poema dedicado al autor.

De México trajo no solo esta peculiar vestimenta, también su inconformismo, su rechazo a lo tradicional, su desprecio por una burguesía acomodada, que él consideraba detestable y causante de la crisis general que sufre España a finales del siglo XIX. El afán de renovación que percibió en el país azteca no existía en la sociedad española, amodorrada por la inercia de su clase dirigente. Sus lamentos fueron vanos; nadie le hizo caso, le tomaron por un necio. La protesta era el único recurso posible y eso es lo que hizo a lo largo de su vida: provocar con su vestimenta, provocar con oratoria opulenta a sus compañeros de profesión, provocar con el insulto a quien fuere contrario a su opinión, provocar con su pluma acerba a los que regían el país.

Durante los dos años siguientes, Valle-Inclán intensifica su interés por las ciencias ocultas e ingresa en el círculo de Jesús Muruáis y vuelve a frecuentar su biblioteca, en la que se aficionó a la lectura de los autores europeos del siglo XIX. Allí descubrió a Gabriele D’Annunzio, un personaje de leyenda: poeta, dramaturgo, novelista prolífico, héroe patrio, ideólogo artístico y literario, amante reputado… atributos que él apetecía poseer. No es extraño que la lectura de sus obras ejerciera sobre él una fuerte influencia—su huella en las Sonatas es evidente—. De él tomó Valle-Inclán el concepto de decadentismo europeo para recomponerlo en clave española.

Pero sus ambiciones no encuentran en una capital de provincia los cauces adecuados y, en 1895, se marcha a Madrid, donde se instala definitivamente, al parecer, provisto de un puesto como funcionario del Estado, con un sueldo que le permite vivir sin agobios. Aun así, Valle-Inclán se queja siempre de sus pocos ingresos y de la pobreza espartana de su vida, cuando fue todo lo contrario: vida regalada, buenos libros, tertulias en los cafés y hasta recursos para fundar una revista y financiar la edición de algunos de sus libros. Se vanagloriaba de ser austero y de no haber tenido destinos, pero la realidad era otra. Pío Baroja le preguntó un día a uno de sus biógrafos, si Valle-Inclán había tenido alguna vez sueldo del Estado y este le contestó con sorna: “Lo que hay que preguntar es si ha habido algún tiempo en que no lo haya tenido”.

En Madrid, se arrima a los círculos literarios que se reúnen en los cafés, participando en las tertulias, en las que se presume de ingenio, se discute de política y se critica a la clase media, una atmósfera en la que Valle-Inclán se luce: su conversación embelesa y su atuendo llama la atención: “La mejor máscara a pie que cruzaba la calle de Alcalá”, como lo describió Gómez de la Serna, cuando lo conoció: “Y recuerdo haberle visto pasar tieso, orgulloso, pero ocultándose de vez en cuando detrás de los carteles de los toros, que eran como burladeros contra las cornadas de aquel público que le llama “el poeta melenudo”.

El Nuevo Café de Levante —importante lugar de encuentro— reúne a una nueva hornada de escritores unidos por el lazo de su desprecio a la corriente literaria predominante —el realismo que practicaban Pereda, Galdós, Clarín y Pardo Bazán— su vocación rupturista, con la pérdida por parte de España de sus últimos territorios en Asia y América. Su nómina incluye a todos los que componen “La Generación del 98″—término acuñado por Azorín— y a otros artistas que habían asumido los presupuestos del modernismo, un movimiento que aúna ética y estética para buscar nuevos cauces de expresión y que Valle-Inclán defiende con ardor.

En esta época solo escribe artículos en prensa, lo que le sirve para hacerse un hueco en el mundo literario; y recurre a las traducciones como fuente suplementaria de ingresos. Aunque ha escrito poco, empieza a ser conocido por el gran público. Su manera de hacer literatura no era muy apreciada y su figura exótica era foco de atención y de burlas. En 1895, con veintinueve años, publica Femeninas, seis historias amorosas escritas entre 1892 y 1894, y poco después, Epitalamio (Historia de amores)—del que, según Azorín, se vendieron en Madrid cinco ejemplares—, títulos que ya presagian su vocación modernista.

En el café de Levante, ha conocido a Jacinto Benavente. Charla a menudo con él y se interesa por el teatro, hasta el punto de que decide hacerse actor. Su estreno en La comida de las fieras fue un éxito —con el apoyo de la claque—, a pesar de ese defecto de expresión que le hacía pronunciar la ese sibilante. Sin embargo, fracasó en Los reyes del desierto de Daudet, obra en la que participó la actriz Josefina Blanco, con la que terminaría casándose. Algún amigo le aconsejó regresar a la literatura, pero otra fue la causa que le obligó a dejar la profesión. A mediados de 1899 sufrió la amputación de un brazo. Lo cuenta así Pío Baroja en sus Memorias: “Tuvo una disputa con Manuel Bueno en el café de la Montaña, que éste le dio un golpe con el bastón en la muñeca, que se le clavó el gemelo en el hueso, que no se cuidó bien y que se le infecto y que le tuvieron que cortar el brazo”.

El abandono forzoso de su carrera de intérprete no supuso su alejamiento de las tablas, ya que pasó a ser director, adaptador y autor de obras teatrales. En 1899, se estrena su primera pieza, Cenizas, pero su carrera como dramaturgo no se confirma hasta 1906, con la presentación de El marqués de Bradomín en el teatro Princesa, una adaptación de sus famosas Sonatas que escribió entre 1902 y 1905. A partir de ese año, su producción teatral es extensa, con el aplauso casi incondicional de la crítica, pero con escasa afluencia de público en la mayoría de las representaciones.

El modernismo literario.

El modernismo fue un movimiento fundamentalmente poético que incorpora a la literatura nuevas formas creativas para conferir al texto una resonancia silenciosa que estimule los sentidos, mediante el uso de palabras brillantes y armonía en la composición. Sus defensores eran partidarios de una profunda renovación en todos los órdenes de la vida. Eran antidogmáticos y les atraía lo raro, lo singular, aquello que pudiese alejarles de su tiempo y de unas circunstancias, a su juicio, detestables. En consecuencia, reaccionaron contra ellas con los medios a su alcance. La protesta era el mecanismo que daba sentido a su vida y a su obra.

Juan Ramón Jiménez fuel el primero que tuvo una visión global del modernismo: “El modernismo no fue solo una tendencia literaria, sino una tendencia general, alcanzó a todo. Creo que el nombre vino de Alemania, donde se producía un movimiento reformador por los curas llamados modernistas. Y aquí, en España, la gente nos puso ese nombre de modernistas por nuestra actitud. Porque lo que se llama modernismo no es cosa de forma no de escuela ni de forma, sino de actitud. Era el encuentro de nuevo con la belleza sepultada en el siglo XIX por un tono general de poesía burguesa. Eso es el modernismo: un gran movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza”.

Pero Valle-Inclán tenía otra idea de lo que era el modernismo. La nota dominante que caracteriza la estética modernista es el culto a la belleza sensorial. Naturalmente, no se reduce a eso, pero sí uno de los principios que lo definen. Quiso ser el teorizante de la escuela y escribió un artículo en la revista La Ilustración Española y Americana (Madrid, VII, 22 de febrero de 1902, 114), bajo el título Modernismo, en el que apunta que la base de la nueva literatura está en la percepción de las sensaciones, es decir, en lo que es propio del individuo.

Cuando Valle-Inclán escribe este artículo, no era todavía el consumado estilista que llegó a ser más tarde. A decir verdad, lo que había escrito hasta entonces era poco y de escaso valor. Ese mismo año de 1902 publica su segunda novela —la primera fue La cara de Dios (1900) —que tituló Sonata de otoño, a la que siguieron Sonata de verano (1903), Sonata de primavera (1904) y Sonata de invierno (1905), las cuatro, bajo el paraguas de Memorias del marqués de Bradomín, cuya identidad se proyecta en cuatro aventuras galantes que, sin alcanzar el preciosismo de su obra posterior, responden al nuevo estilo que Valle-Inclán pregona: una prosa rítmica construida a base de frases cortas y pocos nexos, adornada con palabras arcaizantes, cadenas de adjetivos y metáforas a veces sugestivas, con la intención de dar musicalidad al texto.

En su anhelo de alcanzar la perfección, abusa del léxico culto, con abundantes neologismos que, a veces, aburren al lector. Pero, al final, la elegancia de su lenguaje y lo sonoro de su escritura terminan por seducir. Ricardo Baroja lo explica así en Gentes del 98:Ocurre algo muy curioso con las obras geniales de la literatura. Algo en que debían pensar mucho de los que se dicen preciosistas del estilo. Cazar en la memoria o en el diccionario palabras rebuscadas es cosa fácil. Perseguir en el párrafo los “que”, los “uno”, los “cuyo”; sustituir el odioso gerundio por otra forma verbal menos antipática; degollar a los”como”, a los “pero”, a toda partícula de la oración que sirve de enlace, no ofrece grandes dificultades. Pero, desgraciadamente, quien se propone tal faena no conseguirá nada de provecho, si su imaginación no cabalga sobre Pegaso. Será chalán que en la feria adorna el canijo. Rocinante con arreos y gualdrapas multicolores para disimular su osamenta descarnada y tapar las mataduras”.

Farsa y esperpento

En el umbral de los cincuenta años, Valle-Inclán siente un nuevo despertar de su conciencia cívica y emprende un periodo de reflexión en su quehacer poético. Escribe poco: necesita tiempo para rumiar los cambios que la madurez le inspira. Piensa que mostrar su rechazo sobre la realidad política y social de la época en que vive, solo por la vía estética, como lo ha hecho hasta ahora, es insuficiente; que ha de utilizar otros recursos artísticos más eficaces para denunciar su desacuerdo.

Una primera respuesta a ese inconformismo que le acucia es la farsa, un espacio escénico en el que mezcla lo sentimental y lo grotesco, ahora con un estilo más agresivo. El tono irrespetuoso —que llega incluso a la befa— y la ironía le sirven para expresar su honda preocupación social, con el refuerzo de un lenguaje popular y castizo para darle más relieve. Son cuatro las farsas que escribe con esta intención: Farsa Infantil de la cabeza del dragón (1909), una sátira sobre el poder en clave de fábula infantil; La marquesa Rosalinda. Farsa sentimental y grotesca (1912), un cuadro modernista de ambiente versallesco, en la que el autor demuestra su virtuosismo versificador; Farsa italiana de la enamorada del rey (1920), una fábula que relata las aventuras de una joven enamorada de un rey viejo y feo; y finalmente, Farsa y licencia de la reina castiza (1921), una estampa mordaz de la corte de Isabel II.

Pero no está satisfecho, cree que se necesita algo más y su discurso se hace más ácido. La sociedad española es un disparate, una falsificación de la europea. Para pintarla, no bastan los recursos propios de la tragedia clásica; es preciso valerse de un artificio: deformar la realidad para acentuar sus rasgos grotescos. Los personajes son muñecos que se mueven con ademán gesticulante; unos hablan el lenguaje culto que no les es propio y otros, la jerga desgarrada de los desheredados, en un afán de denunciar la vida miserable del populacho y vituperar el brillo aparente de una burguesía amodorrada. Es el esperpento.

El término aparece por primera vez en Luces de bohemia (1920), el primer esperpento de Valle-Inclán, en el que Max Estrella, el protagonista, le aclara a su compañero. don Latino de Hispalis: “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”. Y más adelante: “Latino, deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España”.

A Luces de bohemia sucede Los cuernos de don Friolera (1921), una pieza de teatro a modo de guiñol en la que don Manolito y doña Estrafalaria, contemplados desde arriba, se enredan en un diálogo para ridiculizar el machismo ibérico. En 1927, estrenó La hija del capitán, una sátira cruda y sangrienta contra los militares y la dictadura de Primo de Rivera, cuyo texto fue secuestrado; y en 1930, Las galas del difunto, una visión desgarrada de los soldados repatriados de Cuba, que completan las cuatro composiciones que Valle-Inclán calificó como esperpentos. Las tres últimas fueron publicadas juntas por su autor en 1930 con el título de Martes de Carnaval.

Mención aparte merece Tirano Banderas (1926), la obra más laureada del escritor gallego, por su nuevo estilo de novelar y por el lenguaje que utiliza, pleno de americanismos, pero con sabor mexicano. No menos brillante es el ciclo de novelas de El ruedo Ibérico (1927-1936), un proyecto ambicioso para novelar la historia de España, desde la caída de Isabel II hasta el reinado de Alfonso XIII, a modo de lo que hizo Galdós con sus Episodios Nacionales. Pero su propósito de escribir tres series de tres novelas quedó inconcluso —solo se publicaron dos de la primera serie y sin terminar la tercera—, ya que, con el advenimiento de la II República, Valle-Inclán se entregó con toda su alma a defenderla, convencido de que serviría para hacer la gran renovación que él deseaba.

¿Fue Valle-Inclán republicano? Parece poco probable. Es cierto que, en la última etapa de su vida, demostró un cierto compromiso con los sectores más progresistas. Se dijo de él que era comunista, bolchevique e incluso anarquista. Es cierto que firmó el Manifiesto de la Asociación de los Amigos de la Unión Soviética, al igual que otros muchos intelectuales nada sospechosos de tal vinculación. Pero también ensalzó a Mussolini, al que consideraba hombre providencial, el conductor de masas capaz de reconducir el país. Como decía Azaña: En el fondo, ¿quién sabe lo que piensa acerca de nadie ni de nada? Le he oído sostener con brillantez y muchísima gracia, las opiniones más contradictorias.

A partir de 1930, reduce su producción literaria y se limita a reeditar su obra y al trabajo periodístico. El nuevo gobierno republicano le nombra vocal del Patronato del Museo de Arte Moderno, cargo que rechaza de inmediato: considera un desdoro ser vocal frente a amigos suyos que son embajadores. Finalmente, en agosto de 1931, recibe el cargo de conservador del Patrimonio Artístico Nacional con un sueldo de dos mil pesetas mensuales, pero dimitió al poco tiempo, alegando que no se le deja trabajar a su manera. Por esa época, su mujer le ha planteado el divorcio y el juez ha ordenado que se le retenga la mitad de su sueldo. Azaña dice que renunció al puesto para evitar que su mujer cobrara ese dinero.

En 1933, es nombrado director de la Academia De Bellas Artes en Roma, ciudad en la que vivió con sus hijos hasta noviembre de 1934. Pero su intento de devolver a la Academia su antiguo y perdido prestigio no llegó a buen fin: ni el personal asignado ni el ministerio que lo financiaba aceptaron su proyecto de reforma. Este cúmulo de sinsabores, la ruptura con su esposa y su salud deteriorada le aconsejan regresar a España. En marzo de 1935, llega enfermo a Santiago de Compostela para ser sometido a un tratamiento de radio para mitigar los dolores que le produce un cáncer de vejiga. Pero ya es tarde y Valle-Inclán fallece el 5 de enero de 1936. Sus restos reposan en el cementerio compostelano bajo una losa de granito.

Aunque practicó también la poesía, Valle-Inclán fue ante todo un autor teatral. Sabía que sus obras no iban a ser representadas por la dificultad que plantea su escenificación y eso le condujo a ser más audaz, a buscar la plasticidad, el dinamismo, lo visual, en detrimento de su escenificación. De ahí su interés por el cine, al que consideraba el teatro del futuro. Liberado de ataduras y sin anhelo de estrenar, pudo al fin explorar nuevas formas narrativas, difuminando las fronteras entre teatro y novela. Fue entonces cuando obtuvo sus mejores resultados, hasta el punto de ser hoy considerado como uno de los dramaturgos más importantes del siglo XX.

Su obra, variada y extensa, demuestra una evolución constante. Su obsesión por superarse es digna de elogio; siempre presto a la innovación, su audacia exploradora no decayó nunca, ni siquiera al final de su vida. Tal disposición le hace concluir a Baroja que «Valle-Inclán tenía una aspiración a la gloria como ninguno de sus compañeros. Tenía una voluntad tensa y firme, que contrastaba con la de los demás, floja y desmayada». Solo por eso, bien merece nuestra admiración.

 

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