El canon literario

Categoría (El libro y la lectura, El mundo del libro, Estafeta literaria, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 25-03-2024

Se define el canon como “el conjunto de reglas, preceptos o principios que rigen una disciplina humana” y también como “el modelo que reúne las características perfectas en su género. El término proviene de una raíz semítica del griego antiguoΧανων─ y se puede traducir como “recto como una caña”. Lo utilizaban los albañiles como vara para medir tamaños y distancias. Más tarde, lo adoptaron los mercaderes en el Ágora creando un patrón de pesos y medidas esculpidos en piedra que les servía de referencia para sus transacciones comerciales.

Pero fueron los egipcios los primeros en fijar una norma que sirviera de pauta a las generaciones futuras y lo hicieron para representar el cuerpo humano, tomando como unidad de medida el puño ─definido como la anchura de una mano─, de forma que la altura del cuerpo era 18 veces el tamaño del puño, distribuido proporcionalmente en distintas partes del cuerpo (dos para el rostro, diez desde los hombros a las rodillas y seis desde éstas hasta los pies).

Más tarde, Polícleto (480-420 a.C.) escribió un tratado titulado Kanon, en el que fijaba las proporciones de la figura humana, conforme al ideal estilado por los escultores griegos de la época. De dicho tratado, solo se conservan algunos fragmentos, pero esas proporciones se pueden deducir del estudio del Dorífero ─su escultura más célebre─, suponiendo que las copias romanas existentes ─como la conservada en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles─, hayan respetado la escala que tenía el original. Su intención era dejar plasmado su “canon”, es decir, un patrón de lo que él entendía que era la forma perfecta del cuerpo humano.

Este afán de crear guías de conducta pasó también a la literatura y pronto aparecieron en Grecia las listas modélicas ─aún no se llamaban cánones─, como la que propuso Dión de Prusa en el siglo I, con los escritores que, en su opinión, debe leer todo aquel que quiera dedicarse a la vida política. Cuando la producción literaria aumenta, es preciso seleccionar lo que se ha de leer, estudiar e imitar. Así Aristófanes de Bizancio, a caballo entre los siglos III y II a.C., fue quien decidió que los trágicos canónicos eran solamente tres. Y si los trágicos eran tres, los líricos eran nueve, los comediógrafos, tres y los oradores, diez.

Mientras tanto, las iglesias cristianas de los primeros siglos ya habían establecido también un canon de los libros que habían calificado como revelados, con el fin de excluir los escritos gnósticos y los Evangelios Apócrifos, y prohibir su acceso a los fieles. Además, en el siglo IV, el historiador Eusebio de Cesarea, apoyándose en el teólogo Orígenes ─que solo reconocía como auténticos cuatro evangelios─, llamó “canon eclesiástico” a una selección de libros que él consideró idóneos para que los creyentes encontraran una pauta de vida y que luego fueron ratificados en el Concilio de Nicea (325 d.C.) como de inspiración divina.

Hubo que esperar hasta el siglo XVIII para que el canon se liberara de su vertiente religiosa. La evolución cultural que se produce en Europa con el Renacimiento permitió entronizar ciertos textos profanos en detrimento de los sacros, en razón de su “valor estético” más que de su “valor profético”. El autor de la innovación fue el escritor en lengua alemana David Ruhnken (1723-1798). En su libro “La disciplina de la crítica literaria” (1768), actualizó el concepto de “canon” como lista de autores selectos de un género literario ─como ya lo había hecho Quintiliano en el siglo I, al elaborar “El canon de la poesía romana”─,  distinguiendo dos categorías: En el índice están todos los libros que se pueden encontrar en la biblioteca; en el ordo solo están los ejemplares dignos de ser conservados y transmitidos a la posteridad.

Con ello, Ruhnken admite la existencia de un rango en la dignidad de la creación literaria y, al mismo tiempo, apunta la dificultad que supone juzgar lo que es perfecto y lo que no lo es. Si la voz “canon” significa “vara de medir”, ¿cuáles son las cláusulas aplicables a cada medición y quién las define? ¿quién toma la vara y en representación de qué o de quién lo hace? Entonces, ¿no sería lícito sospechar que algunos escritores hayan sido excluidos desdeñosamente de la élite al no contar con la venia del establishment, y que otros hayan sido admitidos con demasiada indulgencia?

El caso es que, a partir de ese momento, el canon dejó de ser cerrado. El repertorio bíblico, sostenido por la fe, pretende ser inmutable; el literario no. Cuando la sociedad se libera de la opresión mística, de forma espontánea, surgen valores éticos inducidos por la influencia de los libros, que el tiempo se encarga de transformar en universales. Poco a poco, mal o bien, se va configurando un catálogo de libros ejemplares, casi siempre, en base a la opinión de una clase intelectual, que se supone honesta y poco adicta a prejuicios.

Con la llegada del siglo XIX y el auge de la novela romántica, la noción de canon literario comenzó a cambiar. La rápida evolución de la sociedad y el acceso a la cultura de una clase media en ascenso produjo un fuerte incremento de la producción de libros y permitió la diversificación de temas y de géneros, así como la inclusión de escritores y escritoras de otras latitudes. Aumentó la importancia de la originalidad y la expresión personal, y surgieron nuevas formas literarias, lo que provocó el debate sobre su composición y relevancia, una discusión que todavía continúa en el día de hoy.

Hasta que llegamos a la mitad del siglo XX, época en la que dominaba el New Criticism, una escuela académica inspirada en los escritos de Thomas S. Eliot (1888-1965), que defendía la necesidad de una educación clásica para entender la literatura occidental y desplazaba a un segundo plano la tradición romántica.

Harold Bloom

Por aquel entonces, Harold Bloom (1930-2019) aterrizó en la Universidad de Yale, en la que se doctoró e inició su actividad docente en Humanidades. Desde el primer momento, Bloom se opuso decididamente a la tesis dominante y adoptó la poesía romántica como punto de partida para presentar una cerrada oposición a lo que él denominaba “escuela del resentimiento” (feministas, marxistas, lacanianos, nuevos historicistas, foucaultianos, desconstruccionistas y semiótiocos), aduciendo que sus doctrinas deformaban la historia de la literatura y eran culpables, en buena medida, del desprecio hacia las humanidades que destilaba la cultura contemporánea.

Para la “escuela del resentimiento”, la lectura posee una utilidad social y un valor moral; leer nos convierte en mejores ciudadanos. Por lo tanto, es preferible leer las obras que transmiten valores positivos o ataquen los negativos. Leer, por el solo hecho de leer, sería una actitud egoísta y antisocial.

El estudio de la literatura, por mucho que alguien lo dirija, no salvará a nadie ni mejorará la sociedad”, responde Bloom. Ese argumento es erróneo y ha llevado a una situación en la cual obras mediocres ─como La cabaña del tío Tom o Meridian de Alice Walket─ han reemplazado, en los programas de lectura de escuelas y universidades, a las obras canónicas genuinas, moralmente más ambiguas, incómodas, difíciles y elitistas

El canon occidental

En 1995, Bloom publicó El canon occidental: La escuela y los libros de todas las épocas (Anagrama, 2005), un libro que se vio envuelto en la polémica desde el primer momento; quizá por eso, es el más conocido de toda su extensa obra literaria. El autor retoma la antigua idea de canon como “catálogo de libros preceptivos”, y nos propone un recorrido por la historia de la literatura occidental a través de los veintiséis autores que él considera capitales: Dante, Chaucer, Montaigne, Shakespeare, Cervantes, Moliere, Milton, Samuel Johnson, Goethe, Wordsworth, Jane Austen, Walt Whitman, Emily Dickinson, Dickens, George Eliot, Tolstoi, Ibsen, Freud, Proust, Joyce, Virginia Woolf, Kafka, Neruda, Borges, Pessoa y Beckett.

El canon es, básicamente, un conjunto articulado de libros que deben ser leídos por su valor estético, del cual se pueden extraer reglas o principios de lectura y escritura: cómo transcribir el habla, el pensamiento y los sentimientos, cómo representar la realidad que nos rodea y cómo crear personajes convincentes. Pero no quiere ser una mera lista o depósito, sino un conjunto orgánico de obras interconexionadas: Virgilio reescribe a Homero, Dante se traga entero a Virgilio, Shakespeare deglute a Marlowe, Milton lucha con Shakespeare, Baudelaire se enamora de Poe…

Tampoco es un repertorio cerrado; el canon se va modificando con el tiempo por la incorporación de nuevos autores y la exclusión de otros que han perdido actualidad. Bloom admite que muchos de los autores incluidos en su lista ─que titula “profecía canónica”─ seguramente serán olvidados en una o dos generaciones. El público prefiere leer a los escritores contemporáneos, antes que a los lejanos.

Por otra parte, Bloom admite la existencia de dos o tres ramas o linajes en la cultura humana, con préstamos mutuos cada vez más frecuentes, hasta el punto de que ya es posible hablar de un canon mundial en formación, mucho más abierto que el imaginado por él en su “Canon Universal”. Por este motivo, así como los poetas occidentales del siglo XX han estado en su mayoría marcados por la influencia del haiku japonés, un autor chino, japonés o mongol actual difícilmente escribirá libre de la influencia de Shakespeare, Cervantes, Kafka o Borges.

El que los críticos de Bloom le acusen de mantener una posición conservadora o tradicionalista se puede admitir únicamente desde un punto de vista estético, no político. Es verdad que Bloom abomina de la crítica marxista, pero eso no implica una oposición a la izquierda per se; solo pretende separar la política de la estética, a la hora de enjuiciar una obra literaria. Cuando opina sobre política, se coloca siempre en contra de la derecha y del fundamentalismo cristiano de EE.UU.

¿Quién define el canon?

El materialismo cultural tiene una respuesta inmediata: las instituciones, los aparatos ideológicos del Estado (escuela y universidad) y el mercado (editoriales y medios de comunicación). El liberalismo democratizante tiene otra: son los lectores (sobre todo, los lectores comunes) y las decisiones sociales (escuela, mercado) que se hacen eco de esas decisiones individuales,

Bloom tiene una tercera: “No son los críticos los que hacen los cánones; son los escritores”. El proceso de formación del canon auténtico ─a diferencia de los cánones espurios de las academias, resentidas o no─ es producto de las influencias literarias. Un escritor se confirma como canónico cuando consigue que los poetas de su generación imiten en algo su obra. Y si al cabo de un tiempo, esa influencia merma, nuestro autor desparece del canon. Por eso se dice que el canon de los escritores es activo, a diferencia del canon de las instituciones educativas, que es pasivo o muerto: los alumnos son obligados, año tras año, a leer siempre los mismos textos.

La profecía canónica

Al final del libro, Bloom ofrece un apéndice con una lista de los libros esenciales en la literatura occidental, atribuidos a 863 autores diferentes, clasificados en cuatro capítulos ─que corresponden a distintas épocas históricas─, siguiendo el criterio del filósofo italiano Giambattista Vico, esquema que Joyce tomó para estructurar su caótico libro de sueños, Finnegans Wake:

1.- Edad teocrática (2000 a.C.-1321 d.C.) 58 autores.
2.- Edad aristocrática (1321-1832) 141 autores.
3.- Edad democrática (1832-1900) 159 autores.
4.- Edad caótica (siglo XX) 503 autores).

En el elenco, predominan los escritores blancos varones; la mayoría son europeos y norteamericanos, aunque reserva un pequeño espacio para los latinoamericanos, judíos, asiáticos y africanos. Llama la atención la exclusión de algunos escritores estadounidenses asociados a la contracultura o a la cultura de masas, como los de la generación beat, los autores de novela negra y los de ciencia ficción, tradicionalmente marginados por la crítica de su país, pero elogiados en el resto del mundo.

La lista produjo una fuerte controversia en todos los ámbitos. Buena parte de los lectores se sintieron menospreciados al ver que muchos de sus autores preferidos no estaban incluidos, o que su país estaba pobremente representado. Desde luego, hay ausencias flagrantes y presencias discutibles, aun reconociendo el carácter subjetivo de la antología. Además, Bloom se pasó de la raya en favor de los escritores en lengua inglesa. De los 863 autores referenciados, casi la mitad lo son en ese idioma.

Al final. Bloom no tuvo más remedio que abjurar de su famosa lista: “Lamento lo de la lista de autores canónicos que está al final del libro. Fui presionado por el editor y mi agente, quienes querían incluir algo que llamara la atención y vendiera. Resistí hasta donde pude y luego la hice de memoria, sin consultar nada, esa fue mi manera de protestar. Pero el resultado fue que hubo muchas lamentables omisiones, y que, en muchos países como España, lo reseñado y criticado fue la lista, en lugar del libro”.

No es extraño lo de España; la marginación que hace de la literatura en castellano es proverbial. Ni siquiera Cervantes y su Quijote atenúan ese menosprecio que siente Bloom hacia lo hispánico. Se permite minusvalorar a Cervantes e ir a él como si no tuviese más remedio, siendo como fue el precursor de la novela moderna y Bloom un defensor acérrimo de la originalidad. Y monstruos como García Márquez o Cortázar ni siquiera aparecen en el podio de los “veintiseis”.

Pero no cabe duda de que Harold Bloom ha sido uno de los grandes críticos de la literatura occidental, tan lúcido e instruido, como caprichoso e indomable. Su trabajo indagador fue enorme y aunque se permite ciertas arbitrariedades y descuidos imperdonables, se le puede perdonar por la genialidad demostrada en toda su obra. Si la tarea del crítico literario es contagiar al lector e impulsarle a leer, Bloom cumplió su misión con creces. Solo cometió un error: el libro se debió titular “Mi canon occidental”, en lugar de “El canon occidental”. Quizá así, la cosa hubiera ido mejor.

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