El microrrelato. Un elogio a la brevedad

Categoría (El libro y la lectura, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 26-04-2020

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No es perfecta la microficción que
termina en pocas palabras
sino la que no acaba en el recuerdo
Luis Britto

Nunca un género literario tan chico dio tantos quebraderos de cabeza. Empezando por su nombre. El término microrrelato —utilizado por primera vez en 1977 por el mexicano José Emilio Pacheco para referirse a sus Inventarios— es el más extendido, pero no el único: microficción, relato mínimo, narración ultracorta, relatos vertiginosos, microcuento, historia mínima, relatillo, varia invención, cuentín, brevicuento, relato hiperbreve, cuento gnómico, cuento en miniatura, relato microscópico, minicuento… y, con mucho humor, un telegrama mandado por un charlatán con imaginación. Este es el primer escollo, ya que ni los críticos ni los autores se ponen de acuerdo; otro quizá sea su esencia impura: debido al carácter intertextual, en él pueden coexistir distintos tipos de texto y diferentes géneros.

Un microrrelato no es ni un aforismo ni una greguería ni…

El hecho de ser una miniatura le ha traído no pocos disgustos, porque precisamente la brevedad es la característica que lo distingue con claridad y, a su vez, le arrebata la importancia que tiene y lo convierte en una literatura menor.

Cuando hablamos de microrrelato no nos referimos al aforismo de, por ejemplo, Baltasar Gracián —Los malos modos todo lo estropean, hasta la justicia y la razón. Los buenos todo lo remedian: doran el no, endulzan la verdad y hermosean la misma vejez— ni a una greguería de Ramón Gómez de la Serna —La lagartija es el broche de las tapias—, sino a un cuento al estilo del microrrelato por excelencia:

El dinosaurio
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Concisión, efectismo, capacidad sugestiva, dominio absoluto de la elipsis… son las características de este cuento. Con solo siete palabras —nueve con las del título, con el que forma una unidad indisoluble— es probablemente el microrrelato más conocido, tanto que Mario Vargas Llosa en su Cartas a un joven escritor le dedicó varias páginas para analizar solo su perspectiva temporal. Este cuento —allá por 1959— puso a la minificción en el punto de mira de la crítica, quien no actuó en un primer momento como el “lector activo” que este tipo de obra necesita pues afirmó que “El dinosaurio” no era un cuento. Efectivamente, no es un cuento. Es una novela, zanjó su autor, Augusto Monterroso. Un poquito más tarde llegó Cortázar con Historias de cronopios y famas, y a partir de ahí se generó una literatura de imitación.

Aunque los orígenes de este tipo de textos se remontan al comienzo de la literatura, la pasión por ellos es palpable desde finales del siglo XX. La aparición de Internet y la acelerada forma de vida que llevamos han cambiado nuestra manera de leer y de comunicarnos. Ahora nos urge contar mucho en pocas líneas y el resultado es que escribimos cualquier sucedido sin desarrollar en exceso la idea. Esto se da habitualmente en las redes sociales; hay una tendencia a narrar las vivencias del día a día y convertirlas en un relatito. Para complicarlo un poco más ha entrado en juego el móvil, ya que también a través de este soporte se ha generado una incipiente literatura propia; la explosión de mensajes de texto o SMS se ha empezado a utilizar como formato narrativo, de 160 caracteres, con lo que esto conlleva de modernización del microrrelato o de vuelta a la difusión o entrega de una nouvelle por capítulos.

Pero el tema no es tan fácil, por las redes corren muchas “ocurrencias” y pocos microrrelatos. Y esto ha generado gran confusión ya que ha permitido hacer pasar como buenos ejemplos del género a bastantes piezas cuya única característica que los hace merecedores de esa etiqueta es la brevedad, pero no tienen nada que ver con el campo de la narrativa literaria.

Empecemos por el principio.

Como toda literatura, el microrrelato tiene su origen en la tradición oral. Las narraciones breves y brevísimas han existido siempre. En las composiciones de los sumerios, en los escritos bíblicos, en la tradición árabe y también en la narrativa oral de África y de otros continentes existen formas caracterizadas por su reducida extensión que muchas veces transmiten significados perdurables.

Si nos circunscribimos al contexto hispánico, los orígenes del microrrelato como tal se remontan a la época del modernismo pero a partir de un proceso general de la narrativa breve occidental iniciado en la segunda mitad del siglo XIX. El crítico argentino David Lagmanovich distingue entre precursores —Rubén Darío, Alfonso Reyes, Julio Torri y Leopoldo Lugones—, que serían aquellos que se relacionan con el simbolismo y los inicios del modernismo, e iniciadores —Ramón López Velarde, Vicente Huidobro, Macedonio Fernández, Juan Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna—, vinculados con el final del modernismo y el comienzo de las vanguardias.

Fuera del contexto hispánico, el microrrelato tuvo cierta repercusión, pero mucho menor que en el nuestro. El estadounidense Edgar Allan Poe y el francés Charles Baudelaire fueron sus dos mejores representantes:

  • Poe nos interesa por su teoría de la unidad de impresión, mediante la que defendía valores estéticos y literarios aplicables íntegramente al género minificcional y por su propia forma de elaborar relatos, muchos de los cuales eran de una extensión notablemente más corta que la del cuento anglosajón de la época.
  • Y Baudelaire ‒primer traductor de los cuentos de Poe al francés‒ por el alto grado de concisión y narratividad de los que podemos considerar microrrelatos pese a editarse dentro de su Pequeños poemas en prosa (1869). Esta obra influyó, sin duda, en Rubén Darío para escribir Azul… (1888), con la que logró erigirse en precursor del género breve en castellano.

La adopción del poema en prosa como género genuinamente moderno junto con la limitación del espacio para los cuentos en la prensa periódica a partir de 1890 pueden ser dos de las causas de esa tendencia hacia el texto de escasa materia verbal.

Algunas de las primeras obras en Hispanoamérica que se pueden considerar con autonomía propia en este género son: Varia invención (1949) y Confabulario (1952) de Juan José Arreola, Cuentos fríos (1956) de Virgilio Piñera o Falsificaciones (1966) de Marco Denevi. Y dentro de nuestras fronteras tendríamos, entre otras, a Los niños tontos (1956) de Ana María Matute y Crímenes ejemplares (1957) de Max Aub, seguidos unos años más tarde por Neutral corner (1962) de Ignacio Aldecoa.

Novela, novela corta, cuento y microrrelato

Al meter la microficción en este grupo, ya estamos acotando su esencia. En el microrrelato se narran una serie de acciones realizadas por personajes en un marco de tiempo y espacio, así que un rasgo predominante en su definición es la narratividad. Pero otras categorías textuales como los chistes, ciertas noticias, etc. disfrutan también de esta característica, por lo que necesitamos un hecho diferencial y este es la ficcionalidad, que tiene la capacidad de convertir la narración de una serie de acciones en un producto literario. Ahora entra en juego la extensión, pues este tipo de historia es una ficción breve —presenta una situación básica, desarrolla más o menos un incidente capaz de introducir un cambio en esa situación inicial y remata con un final o desenlace, a veces sorpresivo, a veces abierto—; ya tenemos, por tanto, la tercera característica primordial: la brevedad.

Es cierto que la narratividad, la ficcionalidad y la brevedad son compartidas por la novela corta y por el cuento; la primera pide perfección y redondez de lo estrictamente medido, —no se trata de contención sino de precisión, dice Luis Mateo Díez— y la segunda, el cuento, aspira a una sencillez hermética, en palabras de Andrés Neuman. Pero no es menos cierto que en el microrrelato esas características aparecen potenciadas.

Hasta aquí todos los teóricos de la literatura están de acuerdo, sin embargo existen dos líneas de pensamiento opuestas sobre la composición del cuento breve: los que piensan que es un género perfectamente delimitado y los que creen que adopta diversas formas y géneros. A la cabeza del primer grupo tenemos al crítico Lagmanovich: Un microrrelato puede estructurarse según el modelo del diálogo, o parodiar el lenguaje de los medios de comunicación de masas, como también lo han hecho el cuento y la novela contemporáneos. Pero los microrrelatos constituyen una clase especial de textos, cuyo género está perfectamente determinado. Al segundo grupo pertenece Charles Johnson quien fue el primero en hablar de “género proteico”. Después se sumaron a esa idea Dolores Koch, Violeta Rojo y Lauro Zavala utilizando palabras como: género híbrido, género polisémico, género inclasificable o transgenérico.

En este intento de delimitar la sustancia de que están hechos los microrrelatos, el crítico Carlos Pacheco aporta más luz, ya que asegura que la brevedad promueve otra serie de características con las que se relaciona directamente —intensidad de efecto, la concisión, la condensación y el rigor e indirectamente —la unicidad de concepción y recepción. Añade que todas ellas son las propias del cuento y tienen que ver con cierta rapidez, gran deslumbramiento y mucha elipsis (lo no dicho). La unicidad de la concepción y recepción además se enlaza con el proceso creativo de la escritura (un único hilo o asunto se “lanza” a alguien) y con la lectura, es decir con la recepción del lector que recibe la historia “de un golpe”.

Lagmanovich, respecto a la concisión, incide en que es una de las características más sobresalientes del microcuento. Explica que podemos precisar si un texto es conciso o no fijándonos en si las palabras que lo conforman son las justas. No se trata de tachar las que sobren; el truco está en agregar todas las palabras necesarias y ninguna de las innecesarias. El criterio no debe ser el de ‘poner menos palabras’ sino el de ‘no poner palabras de más’. Para conseguir esto, el autor debe apoyarse en la ayuda que le proporciona el lenguaje literario y echar mano de las figuras retóricas: aliteración, metáfora, antítesis, enumeración, prosopopeya, oxímoron…

Después de este acercamiento a la literatura hiperbreve, podemos llegar a entender por qué brillan por su ausencia los personajes bien delineados, la trama carece de desarrollo y no existe el clímax narrativo. Y no nos sorprende que, hoy en día, a pesar de los desacuerdos de las distintas teorías literarias sobre la mayor o menor pureza del género y de no poseer un único nombre, la microficción sea tendencia. Y es que cuando Shakespeare, en Hamlet, afirmó en boca de Polonio que la brevedad era el alma del talento, ya sabía lo que decía porque, como hemos comprobado, aquella es la esencia del microrrelato y este un elemento con el que presumir de ingenio. Y esto gusta mucho en el mundo globalizado en el que vivimos. En esta sociedad dominada por la tecnología, donde Internet es la ventana en la que todo está al descubierto, el microrrelato es una excepción, es la isla que esconde un tesoro, es la cueva de Alí Babá, es en palabras de Andrés Neuman el género que mejor sabe guardar un secreto. Y por eso nos encanta, porque todos en mayor o menor medida escondemos uno.

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