George Orwell. Eterno y liberal

Categoría (El mundo del libro, El oficio de escribir, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 27-03-2023

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Modesto, contradictorio, inteligente y observador, no desnudaba sus sentimientos salvo en poemas o cartas. Así era George Orwell (1903-1950). Artículos, ensayos, reseñas… le ayudaron a “vivir” de su escritura, pero la duda de si seguir escribiendo porque no le “compensaba” ni económicamente ni en términos de reputación le persiguió sin cesar. Y así nos lo han dado a conocer Christopher Hitchens en Por qué es importante Orwell (2002) y Michael Shelden en Orwell, biografía autorizada (1993).

En la escuela se le había hecho creer que era uno de los débiles y que hiciera lo que hiciese nunca sería un triunfador. Una parte de él quería aceptar la idea de que estaba condenado a ser un fracasado y que el éxito no valía la pena, pero otra parte, batallaba por demostrar al mundo que podía triunfar. Siempre insistió en que, si lo encontraba, sería el éxito quien tendría que aceptar sus condiciones y no al revés. Y así fue al final.

A toda costa, deseaba vivir según sus propias reglas, desdeñando las ideas tradicionales de comodidad y progreso; por eso se ganó la vida a su manera. Aprendió por su cuenta y se convirtió en un gran humanista. Valoraba tanto la libertad como la igualdad, aunque creía que no eran aliadas naturales.

Nunca y siempre

Fue un hombre cuya pasión, fidelidad y generosidad solo eran igualadas por su desapego y su carácter reservado. En él, los adverbios categóricos —nunca, jamás, siempre…— tienen un sentido literal y verdadero.

Nunca tuvo confianza suficiente en su capacidad. Jamás quiso que se pensara que había diluido sus opiniones con la esperanza de ser leído. Su vida como escritor fue una lucha constante por los principios que él sostenía y por el derecho a dar testimonio de ellos. Jamás dejó de disculparse por sus carencias como escritor de ficción. Siempre rechazó juzgar la literatura en términos políticos y nunca le abandonó el sentido de la ironía.

“Todo libro es un fracaso”, pero en cuanto terminaba un fracaso, se impacientaba por comenzar el siguiente; siempre insatisfecho, siempre dudando de su capacidad, pero siempre deseoso de hacer el trabajo mejor y más aprisa que la vez anterior.

Siempre le asombró lo fácilmente que se podía manipular la realidad; concluyó que tanto la prensa como los gobernantes lo hacían y no era patrimonio exclusivo de los regímenes fascistas. Habló mucho sobre la mentira y el uso que el poder hace de ella.

España

«España era el país que desde mi infancia más había anhelado visitar». Quiso ir a España para presenciar la lucha y tomar parte en ella. Aunque no le faltaban coraje ni convicción, dudaba de tener el vigor físico o la habilidad para ser un buen soldado. Inolvidable le resultó su primer mes en el frente, donde el gran enemigo fue el “frío inenarrable”.

Consideraba que el fascismo significaba la guerra y que había que unirse a la batalla con la mayor rapidez y determinación posibles. Estaba allí para combatir al fascismo y lo hizo con valor, hasta que una bala le alcanzó en el cuello, a un milímetro de la arteria carótida; un caso médico excepcional: incluso recuperó la voz.

Fue en el frente español donde llegó al conocimiento del comunismo. Pero fue en Inglaterra, en 1938, donde escribió Homenaje a Cataluña (1952): libro intensamente personal con el que denunció las purgas políticas y la manipulación informativa dentro del bando republicano; así como las mentiras deliberadas que se multiplicaban en la prensa europea. La fascinación del relato está en su lucha por encontrar sentido a una guerra insensata.

En 1998, la ciudad de Barcelona quiso devolverle todo lo que hizo por esa comunidad, poniendo su nombre a una plaza. Está claro que, de no haber combatido en España, difícilmente se hubiese convertido en la referencia universal que hoy es y puede que nunca hubiese escrito su novela 1984.

Escritura

Su madre fue quien primero advirtió su habilidad para el lenguaje y, al ser su ojito derecho, no dudó en darle ánimos. En su ensayo, Por qué escribo (1946), confiesa que desde muy pequeño supo que quería ser escritor. “Entre los diecisiete y los veinticuatro años traté de renunciar a la idea, pero lo hacía con la conciencia de que estaba violentando mi auténtica naturaleza y de que tarde o temprano tendría que ponerme a escribir libros. (…) Mi punto de partida siempre es un sentimiento de injusticia. Cuando me pongo a escribir un libro, no me digo, voy a crear una obra de arte. Escribo porque hay alguna mentira que quiero denunciar, algún hecho sobre el que quiero llamar la atención y mi preocupación inicial es ser oído”.

“Casi todo lo que escribo debo rehacerlo una y otra vez, ojalá fuera de los que pueden sentarse y escribir una novela en cuatro días”. “Escribir un libro es una cosa horrible, agotadora lucha, como un largo combate contra alguna dolorosa enfermedad. Uno nunca se metería en semejante cosa si no fuese impulsado por algún demonio al que no puede resistir o comprender”. Calificó a varias obras suyas como “tontería para ganar dinero”.

En el momento en que empieza a escribir es cuando el niño bautizado como Eric Blair comienza a usar el seudónimo por el que le conocemos todos; necesitaba ese parapeto para no avergonzar a su familia.

En 1927 abandonó su cargo de oficial en la Policía Imperial India por la literatura. Su padre lo había sido también y, únicamente, antes de morir vio que era reconocido y cambió de opinión sobre la carrera de su hijo. Los años que estuvo en Birmania le llevaron a odiar el imperialismo; ganaba muy bien, pero no pudo soportarlo más: “Lamentablemente no me había entrenado para ser indiferente a la expresión del rostro humano”.

Tras rechazar “toda forma de dominio del hombre sobre el hombre”, quería experimentar la vida entre los pobres. Su intento de introducirse entre ellos disfrazado de vagabundo funcionó a la perfección y le encantó descubrir que no era tratado de modo diferente a los demás. Algunas de estas experiencias desembocaron en las páginas de Sin blanca en París y en Londres (1933), su primera publicación; la versión que hemos usado pertenece a la edición de Carlos Villar Flor y se titula: Vagabundo en París y Londres (2010).

Sus libros barajan temas sociales, pero el foco de su atención durante la primera mitad de los años treinta fue la literatura, no la política, ni los acontecimientos mundiales. Sin embargo, no sería quien es sin su abundante trabajo en prensa. Mientras que en sus novelas las ideas aparecen condensadas en forma de sátira o alegoría, en su trabajo periodístico muestra un desarrollo más explícito y complejo.

“Cada renglón de cada obra seria que he escrito desde 1936 ha sido escrito, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y en favor del socialismo democrático”.

Dos hitos

Son dos de los libros más trascendentales de todos los tiempos:

Rebelión en la granja (1946) fue la primera novela en la que, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, intentó fusionar el propósito político y el literario y con la que comenzó a ganar dinero. El secreto del éxito duradero del libro reside en su sencillez, brevedad  y humor.

Nunca soñó que tendría un impacto semejante y no estaba preparado para la súbita fama que le cayó encima. Todo lo que se había propuesto hacer era un ataque vigoroso, en un estilo imaginativo, a los mitos en que se apoyaba el comunismo soviético. El enemigo, más que Stalin, era el poder que tienen los mitos para suprimir el pensamiento racional y sustituir el diálogo por consignas altisonantes.

Como ingeniosa sátira de la traición de Stalin a la Revolución rusa, impactó en la imaginación popular. La idea central se le había ocurrido a su regreso de España, cuando la admiración que había sentido por los primeros momentos de la Revolución Obrera en Barcelona frenaba la rabia contra Stalin. Solía decir que habría que tener siempre presente la guerra española como enseñanza objetiva sobre la locura e insensatez de la política del poder.

Empezó a preguntarse cómo era posible que un movimiento genuinamente revolucionario como el de España pudiera haber caído bajo el control de un dictador que vivía a miles de kilómetros de distancia. El hecho de que Stalin pudiera suministrar armas a la República era importante, pero la influencia iba más allá. Stalin gozaba de la consideración de una divinidad. Y Orwell comprendió que esa imagen poderosa había seducido no solo a los revolucionarios españoles, sino también a los socialistas bienintencionados de todo el mundo.

Así que Orwell produjo una brillante sátira de cómo el comunismo terminaría negándose a sí mismo, y también anticipó su momento final como un Estado capitalista controlado por una mafia.

Mil novecientos ochenta y cuatro (1949) —o 1984, el título numérico ha sido adoptado con frecuencia, más en español que en inglés, quizá porque es más llamativo— fue su testamento literario; porque se editó justo antes de su fallecimiento y también porque era como un resumen final de su concepción de los mecanismos psicológicos y propagandísticos del totalitarismo.

La escribió tras quedarse, inesperadamente, viudo de su primera esposa, Eileen (con la que había adoptado, por ser él estéril, un niño). En este estado de tristeza y soledad, optó por aislarse aún más y se desplazó a Jura, una isla muy alejada de la clase de mundo descrito en el libro. Creó una novela distinta a todas las anteriores; ciencia ficción distópica; una confesión profundamente personal: volvió los ojos al pasado, a su propio pasado, para encontrar un modelo de un remoto mundo del futuro.

No parece haber duda de que Orwell utilizó sus experiencias en la BBC cuando la escribió. Siempre creyó que era posible que los socialistas fuesen partidarios de la libertad, a pesar de que el socialismo tuviese en esencia tendencias burocráticas y dirigidas. El Daily News publicó que esta novela era un ataque contra el gobierno laborista británico y Orwell declaró: “Mi reciente novela no tiene la intención de atacar al socialismo ni al Partido Laborista británico, del que soy partidario, sino que pretende mostrar las perversiones de las que es capaz una economía centralizada, las cuales en parte ya se han hecho realidad bajo el comunismo y el fascismo. La acción del libro se sitúa en Gran Bretaña con el objetivo de subrayar que las razas de habla inglesa no son de forma innata mejores que cualquier otra raza y que el totalitarismo, si no se le combate, podría triunfar en cualquier parte”.

Ubicado en una sociedad futura, describe una dictadura perfecta compuesta por los rasgos principales de la manipulación de la verdad y el control político que ya había identificado en las dictaduras y en las democracias de su tiempo. Al contrario de lo que mucha gente cree, Orwell no pretendió que su novela fuese profética, pero sí partir de diversas premisas extraídas de la realidad, para reflexionar sobre ellas y llevarlas hasta sus últimas consecuencias.

Su preocupación de que una entidad como el Gran Hermano pudiera hacerse con el poder en Europa era bastante real. Y en la Rusia estalinista había ejemplos de lo que podía hacer una figura tan poderosa. El aplastamiento del individuo por parte del Estado es el asunto principal; el ser humano ya no es humano, sino un engranaje en la maquinaria, un mero insecto. Dejó bien claro que es una advertencia contra los métodos totalitarios en general de cualquier lugar y época. Quizá por este motivo lo que narra puede suceder entre un Estado y los ciudadanos, entre una empresa y sus trabajadores, entre una raza y otra, incluso dentro de una pareja.

Este libro habla de su época, de nuestra época, y de todas las épocas, precisamente porque su autor no inventó una explicación de la represión. Expresó, en forma de ficción, lo que había visto, vivido y analizado con recelo. Sin importar ideologías o situaciones, allá donde el fuerte aplaste al débil, y aunque todo el resto del planeta fuera libre, se harán realidad sus sentencias.

Es su obra más irresistible; su inmenso éxito, a lo largo de los años,  es bien merecido. El título fue una elección arbitraria; solamente se propuso representar una fecha general en el futuro, y lo hizo dando la vuelta a los dos últimos dígitos del año en que terminó el libro. El editor norteamericano utilizó el título inicial: “El último hombre de Europa”.

Enfermedad y muerte

Siempre supo que sus pulmones eran débiles; en 1947 le diagnosticaron tuberculosis. Pero nada pudo persuadirlo de cuidarse más; no tenía miedo de la muerte, aunque sí de que sucediera en una cama de hospital: “Es una gran cosa morir en la cama de uno, aunque es mejor todavía morir con las botas puestas. Por grandes que sean la amabilidad y la eficiencia en un hospital, la muerte será un detalle cruel y triste, una circunstancia demasiado pequeña para contarse pero que deja de traer recuerdos terriblemente dolorosos provocados por la prisa, el afinamiento y la impersonalidad”. Desafortunadamente no vio su deseo cumplido; murió solo, en una habitación del hospital de Londres.

Nadie duda, excepto él, del poder de Orwell como escritor de ficción. Quizá reside en su pasmosa facilidad para destilar conceptos políticos y filosóficos que, expresados mediante sentencias nada presuntuosas o metáforas de una sencillez casi escolar, se convierten en axiomas que cualquier persona puede entender de inmediato.

Su estatus como figura en la historia y en la literatura se debe a la relevancia de los temas que trató y a los que permaneció amarrado. No en vano, el término “orwelliano” se usa a menudo tanto para describir la existencia de una tiranía aplastante, del miedo y el conformismo, como para describir una obra literaria donde la resistencia humana a esos terrores es irreprimible.

Perdura como ejemplo histórico gracias al modo en que se comportó como escritor, a través de su compromiso con el lenguaje como compañero de la verdad. Nos mostró que las “opiniones” en realidad no cuentan, que lo importante no es lo que se piensa, sino cómo se piensa, que la política tiene una trascendencia relativa, mientras que los principios logran perdurar al igual que lo hacen unos pocos individuos irreductibles que se mantienen fieles a ellos.

Tan fuerte era el impulso autobiográfico en él que hay reflexiones sobre su carácter en casi todo lo que escribió. Aunque ha sido retratado a menudo como un Don Quijote, un idealista chiflado dispuesto a sacrificarlo todo (salud, seguridad, profesión, felicidad, vida) por sus sueños, también se identificaba con Sancho.

Despreciaba al Gobierno, desconfiaba de los intelectuales y académicos y tenía fe en la sabiduría popular; honda decepción tuvo con la política, la prensa y la intelectualidad.

Trabajó como un titán y con esa fuerza se mantienen hoy en día sus ideas: “Contra ese mundo cambiante y fantasmagórico, un mundo en el que lo negro puede ser blanco mañana, en el que las condiciones climatológicas de ayer se pueden cambiar por decreto, solo hay dos garantías. Una es que, por mucho que neguemos la verdad, la verdad sigue existiendo, por así decirlo, sin nuestro consentimiento, y en consecuencia no podemos tergiversarla de manera que lesione la eficacia militar. La otra es que mientras quede parte de la tierra sin conquistar, la tradición liberal seguirá viva”.

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