Hermann Broch. Filósofo y literato

Categoría (El libro y la lectura, Estafeta literaria, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 26-09-2022

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Se podría definir a Hermann Broch (Viena, 1886-Connecticut, 1951) como un filósofo extraviado en el reino de la literatura, como un poeta que dedica su esfuerzo a la reelaboración de sus obras; como al escritor incansable, que tuvo deudas hasta la muerte.

Buen amigo y mejor persona. Ayudó y le ayudaron: Frank Thiess le empujó a convertirse en escritor; Elías Canetti era su amigo crítico; sintió devoción por Thomas Mann; leía a Herman Hesse cuyos libros le conmovían; Stephan Zweig le apoyó en sus gestiones publicistas para publicar en 1936 “James Joyce y el presente”; Günther Anders lo tenía por uno de los hombres más nobles y se carteaba en francés con la escritora americana Frances Colby Rogers.

Según Hermann Broch, al lector solo debería interesarle la obra, nunca la biografía externa, por eso se vanagloriaba de compartir con Musil y Kafka el hecho de no tener una biografía propiamente dicha: “Hemos vivido y hemos escrito, y eso es todo”. Pero esto duró mientras vivía, después surgieron varias. Nosotros hemos profundizado en Hermann Broch. Una biografía (1985), traducida por Jacobo Muñoz y escrita por Paul M. Lützeler quien confiesa: “En ningún otro escritor de nuestro siglo he encontrado tratadas —a nivel poético, ensayístico y analítico— las cuestiones sociopolíticas y filosófico-existenciales de nuestra época de un modo tan rico y diversificado como en él”.

Se casó en dos ocasiones, pero a lo largo de su vida, conoció a varias mujeres que fueron amantes y amigas duraderas que le ayudaron y le apoyaron en su camino a la escritura. Durante varios años tuvo que reprimir su deseo infantil de convertirse en escritor. No escogió sus estudios, su padre decidió que tendrían que estar relacionados con la industria textil, con el fin de que él y su hermano menor transformaran la decaída empresa familiar en una fábrica próspera.

Su primer viaje a América está al servicio del algodón. Al regresar de Estados Unidos, se enamoró de Francisca Von Rothermann quien formaba parte de una familia ennoblecida que no lo quería. Su habilidad diplomática, su elegante aspecto, su tacto, modestia y simpatía fueron decisivos para que cambiaran de opinión. En 1909 este judío se convirtió al catolicismo (su hermano también), se bautizó y se casó, también contra la voluntad de sus propios padres. Al año siguiente, nació su único hijo. Tal vez su matrimonio con una mujer tan ajena a él en todo fue su vía de liberación de las cadenas familiares.

A partir de 1913 su interés filosófico no paró de crecer. Se recluía en su estudio huyendo de su profesión, que no le complacía, y de la familia. El matrimonio funcionó mal que bien, durante unos siete años. Anne Marie Meier-Graefe se convertiría en su segunda esposa en 1949.

Se fue despegando de la fábrica al mismo tiempo que se matriculaba como estudiante regular en la Universidad de Viena. Quería ser matemático y filósofo; quería hacerse con conocimientos más vastos y profundos posibles. Y se dedicó a ello a partir de 1928, al lograr vender la fábrica a un amigo suyo y anticiparse así a la crisis económica de ámbito mundial de 1929.

En un principio fue su meta, aunque le espantaba el cultivo universitario de la filosofía. “Creo que bajo el término siempre un tanto patético de conocimiento, lo que en realidad se hace hoy es traficar con carroña. Lo que la filosofía produce son expedientes administrativos, no conocimiento”. Y, curiosamente, caracteriza como un lírico de la filosofía y como un centinela avanzado de la filosofía en la vida, a la figura del verdadero crítico.

No emigró a tiempo. Aunque preveía los planes bélicos y de anexión de Hitler, no lo hizo: bien por lazos familiares, bien porque albergaba esperanzas de que otros países impidieran la invasión de Austria. Pero cuando esta ocurrió, en marzo del 38, fue encarcelado; parece ser que el cartero local lo denunció por comunista. Durante su estancia en prisión, el pensar que estaba condenado a muerte le impedía escribir de manera continua.

El consejero gubernamental le salvó la vida; no lo conocía, creyó durante su primera conversación con él que tenía ante sí a un hombre de letras independiente, y convenció a los nazis de su inocuidad política. Además, su estado de salud exigía cuidados médicos. Fuera de la cárcel todo resultó peor, pues temía ser denunciado como judío: bajo cualquier pretexto, eran atrapados en mitad de la calle, enviados a Dachau y confiscadas todas sus posesiones. Ante este panorama se preocupó de asegurar a su madre al menos algunos ingresos continuos, así como de encontrar un visado inglés, francés o americano. Varios meses después, en julio, obtuvo el visado inglés y gracias a él pudo huir de Austria, aunque con los bolsillos vacíos.

El problema de la emigración lo califica de extremadamente complejo. “Le estoy a Hitler sumamente agradecido por mi expulsión. Más aún, incluso por el encarcelamiento previo. Pues esto ha significado poder empezar a mi edad una nueva vida en el sentido más verdadero de la palabra. Por mi parte, no quiero echar de menos nada de todo aquello”. Su actitud frente al regreso fue modificándose paulatinamente, hasta que le sobrevino la muerte en el exilio. “Es curioso que todavía me siga incomodando el sentimiento de no tener patria, me he sentido exclusivamente diastólico. Tengo demasiados obstáculos internos para regresar a Austria, si bien también sé que la porquería es internacional”.

Fue crítico con su país. Le llamaba la atención “hasta qué punto este pueblo, que se enorgullece de sus ‘escritores alemanes’ carece de relación con la creación literaria…”. Compara esta situación con la de Francia, donde se da una conexión realmente viva entre literatura y pueblo. “Creo que en una época de disolución general de los valores, el artista está doble y triplemente obligado a abrir nuevas formas de conocimiento, luchando por encontrar una nueva expresión artística y lingüística”.

“Sé también que con papel y tinta no se pueden detener ni tanques ni escuadras de asalto. Con todo, sé igualmente que en el alma del hombre anida tanto el bien como el mal. Extrañamente el uno al lado del otro, de la forma más estrecha. Y sé que ciertamente es más fácil desencadenar el mal pero que sin embargo no queda excluido movilizar de la misma manera el bien. Si no fuera así consideraría mi salvación como totalmente sin sentido”. Dos meses más tarde, cuando recibe el visado americano, se va con la esperanza de construir allí algo nuevo.

Obtuvo dos becas de la Guggenheim Foundation: una para poder finalizar las novelas, El encantamiento y La muerte de Virgilio, y la otra para sus estudios políticos y de psicología de las masas. En los primeros años de la posguerra redactó infinidad de textos relacionados con estas materias, pero sin abandonar su papel de crítico de la literatura ni de escritor. Se preocupó de convocar a intelectuales europeos y a organizaciones internacionales de carácter humanitario para reforzar y renovar la Sociedad de Naciones en cuanto a garantía de paz.

En el contexto de su filosofía política, este estudio constituyó el punto de partida de sus ulteriores investigaciones sobre el tema de los derechos humanos y la democracia. Desde 1937 era tanto un escritor político como literario. En la época de la Guerra Fría no se cansaba de recordar que el conflicto mundial existente no era primariamente ideológico sino, sobre todo, estatal y estratégico.

En 1940, tras la caída de Francia en junio, recibe innumerables llamadas de auxilio desde Europa. Consiguió que su hijo y la prometida de éste entraran en los Estados Unidos. Se esforzó por conseguir un visado para su madre. Pero ella no se decidió a emigrar y fue deportada al campo de concentración donde murió en octubre del 42. Le afectó muchísimo también el no poder ayudar a Robert Musil, porque sus intentos no llegaron antes de su derrame cerebral.

Fue meticuloso en cuanto a la gestión del dinero. Llevaba apuntados todos sus gastos en los libros de contabilidad y ahí ve su progresivo empobrecimiento. Además, tanto su hermano, quien intentó una captación de herencia y se querelló contra él, como su hijo, que quería más de lo que le entregaba mensualmente y le reclamó su participación en la herencia, aceleraron su final. Su corazón, que desde su juventud no era resistente, reaccionó con un ataque cardíaco. Por ser el único hijo que había estado siempre pendiente de su madre y se había dedicado a la administración de los negocios familiares, el patrimonio le correspondía, aunque no olvidemos que la situación financiera de la familia fue poco a poco empeorando.

Por todo esto, tuvo como acompañantes, que no soportaba, a las deudas a lo largo de su vida. Pero nunca dudó en ayudar a sus amigos incluso económicamente. A comienzos de septiembre del 51, su biblioteca fue vendida y el dinero utilizado para saldar las deudas. Contenía dos mil volúmenes sobre filosofía y matemática; los de literatura habían sido ya vendidos en parte por su amante Ea von Alex para acoger en su casa, durante la guerra, a su madre.

Si nos adentramos en su obra, tenemos que indicar que Ofelia (1920) es su primera novela corta conservada. Se trata de variaciones sobre el tema Hamlet-Ofelia. Nos presenta a una mujer joven que se emancipa de su prometido y comienza una relación con un extraño. Sin duda, es una novela moderna tanto en el tema como en las técnicas usadas: motivos cinematográficos, musicales, oníricos…

La trilogía Los sonámbulos, escrita entre 1928 y 1932, fue su obra literaria más lograda. Resultó todo un éxito, al darle a conocer internacionalmente como miembro de la vanguardia europea; en cambio, financieramente hablando, fue un fracaso.

La ironía del título del libro Los inocentes (1950) indica que está desengañado de la evolución de la Alemania de posguerra, en la que nota falta de reflexión, transformación y expiación. “Alemania adoptará el papel conductor en la regeneración del mundo tan pronto como el alemán comprenda lo que significa la culpa por indiferencia”. Formada por la combinación de algunas de sus primeras narraciones breves con otras posteriores, creó una novela que él mismo denominó ‘novela en once relatos’.

Pero su nombre se une sobre todo a La muerte de Virgilio (1945): el poema en prosa más importante escrito en lengua alemana. El personaje será el gran poeta romano Virgilio en las últimas dieciocho horas de su vida. Lo comenzó en la cárcel, lo que condicionó en un principio, su escritura como una especie de diario privado. Era un enfrentamiento con la vivencia y con la realidad de la muerte. El tema es la duda sobre la validez de la poesía, así como el de la caducidad, el de la muerte.

Pero tenemos que confesar que la novela que nos ha cautivado y por la cual hemos conocido a Hermann Broch es El valor desconocido (1933). Eso sí, fue Cecilia Dreymüller quien despertó nuestras ganas de leerlo y la excelente traducción de Isabel García Adánez hizo el resto. Es breve e inolvidable. Es la historia del hombre intelectual, el que proviene de su ciencia particular, de ese su mundo que gira alrededor de las matemáticas, la física y la astronomía, e intenta llegar al conocimiento humano y a sus sentimientos. Sí, se trata de ese científico que sale de su órbita y acaba “viviendo” y siendo consciente de lo que tiene a su alrededor. Sin duda, el protagonista Richard Hieck tiene mucho que ver con el autor. Un delicioso relato narrado por medio de un lenguaje metafórico. Como bien dice Juan Jiménez García: “Hay algo en los personajes de Broch que nos hace sentirnos ellos, aun no compartiendo nada. Que nos hace enfrentarnos a sus dudas como si fueran nuestras, aunque las nuestras sean otras”. Esta historia íntima y llena de encanto resultó ser el único libro con el que ganó dinero.

El autor trabajó la narrativa, el teatro y, por encima de todo, la poesía. Quizá porque nunca se preocupó por reunir sus poemas en un libro, la crítica no tuvo mucho en cuenta su poesía, y se le ha considerado uno de los más grandes narradores del siglo XX. Sin embargo, constatemos que buena parte de su obra narrativa se adentra en territorios propios de la poesía.

La escritora Hanna Arendt —quien compiló sus escritos en Poesía e investigación (1974)— afirma que “ser poeta y no querer serlo constituyó el rasgo característico de su personalidad y se convirtió en el conflicto central de su vida”. Y es que incluso en sus obras en prosa fue poeta. Sus poemas son ante todo profundos, de acuerdo con su concepto de la poesía, que para él es también, como dice por boca de Virgilio, “la más extraña de todas las actividades humanas, la única que sirve para el conocimiento de la muerte”.

Gracias a los traductores Montserrat Armas y Rafael José Díaz hemos disfrutado de sus poemas en el volumen En mitad de la vida. Poesía completa (2007) cuyo prólogo viene firmado por otra gran poetisa, Clara Janés. Este libro, además, tiene un añadido: constituye la primera traducción de su poesía completa a cualquier lengua. Quizá el dato no sería tan relevante si los poemas no tuvieran la altura que tienen y no se recogieran los que fueron escritos a lo largo de toda su vida: entre 1913 y 1949, esto es, desde su juventud, hasta el desencanto y la desolación del mundo de la vejez.

“Un poema tiene que satisfacer las siguientes condiciones: debe desvelar un ámbito nuevo de realidad; tiene que reelaborar partes de la realidad que no son captables por medio de la prosa; tiene que recibir su forma de esta realidad, por la que debe venir condicionada y, también, debe ser ‘la totalidad del mundo’ portada por esa realidad”. Reconoce que son cuatro condiciones que, todas en conjunto, no siempre son fáciles de cumplir.

No dio su conformidad a su editor cuando este le propuso la publicación de sus poesías: “La lírica es una expresión sin trabas de la personalidad global y soy excesivamente poderoso para ello. Y precisamente por esto no tengo en mucho a mis poesías, es poder, pero no deber”.

La mayoría de sus libros tuvieron varias versiones. A veces no podía centrarse, por un desagradable incidente, como ocurrió cuando le demandaron su hermano y su hijo. Eso le llevó a la interrupción de El encantamiento y lo caracterizó como un “asesinato del libro”. En otras ocasiones la “culpa” fue por su delicada salud, por la situación política… El caso es que no paró de escribir, pero sobre todo de reescribir.

Jean Starr, quien tradujo al inglés La muerte de Virgilio, definió su colaboración con él como nada sencilla, puesto que reescribía pasajes con frecuencia. Y comentaba que “Poseía una de las inteligencias más radicales, más penetrantes y más vastas que jamás me haya encontrado. Era un Sócrates sumamente estricto. Su modestia era, a veces, desarmante”.

Muy certeramente afirma la escritora y crítica literaria Nora Catelli: “La escasa difusión en español de las obras del autor vienés contrasta con su persistente influencia en la literatura y el pensamiento posmodernos”.

Fue un apasionado escritor de cartas, de ocho a nueve por día. Quizá más que de misivas tendríamos que hablar de ensayos: por término medio ocupaban de tres a cuatro páginas de apretada letra. Esta comunicación era vitalmente necesaria para él, eran como demostraciones de amistad. Por fortuna se han conservado miles que nos han dado a conocer su personalidad.

En su último año de vida, precisamente, se amontonan en esas cartas las quejas sobre su decadencia física: “Me he convertido en un hombre viejo y cansado que ha sido joven demasiado tiempo”. A finales de 1950 se le declaró una angina de pecho, y un año después tras un ataque al corazón, se desplomó sin sentido sobre su máquina de escribir. Cuando volvió en sí fue al hospital, pero con el fin de evitar los elevados gastos de una prolongada estancia, pidió que se le diera el alta. A partir de ese momento, no se cuidó; le entró pánico y trabajó de forma más intensiva que antes, por lo que su muerte se aproxima a un suicidio. Estaba tan agotado, que mes y medio más tarde se desplomó definitivamente por otro ataque al corazón.

Para poner fin a la figura de este hombre que vivió lleno de compasión por los humanos, que dedicó su vida a transmitir sus sabios y certeros conocimientos, así como su particular visión de la vida y del mundo, qué mejor forma que hacerlo mediante sus versos:

Quien sólo sabe lo que sabe, no puede expresarlo;
Sólo cuando el conocer se sobrepasa a sí mismo se
convierte en palabra,
Sólo en lo inexpresable nace el lenguaje. (“De lo creativo”).

Ya que volvemos a encontrar el ayer
Apenas transformado en el hoy,
Nos resulta tan difícil olvidar
Lo pasado como pasado. (“Ya que volvemos a encontrar el ayer”…)

La riqueza del niño la perdimos,
Pues nos nació el yo en su lugar. (“Soneto del envejecer”)

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