Ulises. Un libro que es todos los libros

Categoría (El libro y la lectura, El mundo del libro, El oficio de escribir, General) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 25-01-2024

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Hay libros en los que cabe la totalidad de la experiencia humana; libros cuya lectura nos explica lo que somos; libros en los que caben todos los libros, los que ya están escritos y los que están por escribir; libros que cuando se cruzan en nuestro camino cambian el curso de nuestra vida; libros que expulsan al lector de sus dominios, que incluso no permiten su entrada debido a su dificultad y libros cuyos lectores afirman, de manera enfática, adorar sin haberlos leído.

El libro que reúne todas estas características es la obra cumbre de James Joyce, el Ulises(1922). Nuestro propósito—como una de esas proposiciones ineludibles que nos hacemos a comienzos de año— es que sea leído, o releído. Y por una sencilla razón: quien lo lee escribe de otra manera. Para que lo logres te proponemos una ayuda.

Esta ayuda viene de la mano del escritor Eduardo Lago (Madrid, 1954); publicó un manual de instrucciones que muestra, capítulo a capítulo, las claves necesarias para ir descifrando la novela: Todos somos Leopold Bloom. Razones para (no) leer el Ulises (2022). Desde que a los diecisiete años lo leyó, Lago siente la necesidad de regresar constantemente al libro porque, como creador, ve en él un gigantesco e inagotable inventario de recursos y porque cree que quien se acerca a él no puede seguir escribiendo como lo hacía hasta entonces.

Desde su lejana publicación se sigue viendo como un libro sumamente novedoso. Además de mantener intacta su frescura, se considera que es la novela más importante jamás escrita en lengua inglesa. Como obra de ficción, marca un antes y un después en la historia de la novela. El escritor T.S. Eliot la describió como una “proeza insuperable” y añadió: “Considero que este libro es la expresión más importante que ha encontrado nuestra época; es un libro con el que todos estamos en deuda, y del que ninguno de nosotros puede escapar”. La profesora Flavia Pittella resalta que es un gigantesco manifiesto sobre la condición humana. Y el crítico Rodolfo Biscia lo definió como una “enciclopedia cabal de trucos narrativos y estilísticos”.

En una carta dirigida al amigo y pintor Frank Budgen, Joyce le comentó: “Creo haberte dicho, que mi libro es una Odisea moderna. Cada episodio corresponde a una aventura de Ulises.” A James Joyce (1882-1940) le fascinó la figura del astuto viajero que un día dejó las costas de Ítaca para enfrentarse a los peligros del mundo cuando se zambulló a los doce años en la versión narrativa adaptada por Charles Lamb, Las aventuras de Ulises (1808). La redacción de su novela la inició en 1914 y tuvo por escenario tres ciudades claves en su vida, Trieste, Zúrich y París, además de su ciudad natal, Dublín, que ejercía sobre él una fascinación mezclada con un fuerte rechazo por su provincianismo. A los diecinueve años viajó a París con ánimo de estudiar medicina. Lo intentó en dos ocasiones más, pero fracasó. También en la música, el teatro y el derecho. Se dedicó a seguir profundizando tanto durante el día como la noche en la lectura de los maestros de la tradición europea. Cuando conoció a la que habría de ser su compañera durante el resto de sus días —era un enemigo acérrimo del matrimonio—, Nora Barnacle —una joven alta y atractiva que trabajaba como empleada en un hotel—, le propuso que se fugara con él al continente. Y así comenzó la errática existencia de la pareja en el exilio. En Trieste nacieron sus dos hijos (Giorgio y Lucía) y en Zúrich, además de refugiarse durante la gran guerra europea, le sobrevino la muerte.

Su inicial publicación por capítulos, en 1918, se vio interrumpida bruscamente dos años después, cuando un censor que trabajaba para el servicio postal leyó una de las entregas y denunció el caso a sus superiores. Así partió la feroz campaña desatada por la mojigatería anglosajona que dio lugar a multas, juicios, condenas, actos de piratería, contrabando de ediciones clandestinas y el secuestro y quema de tiradas enteras. En 1920, siguiendo los consejos de Ezra Pound, los Joyce se establecieron en París. Allí la propietaria de la librería Shakespeare and Company, Sylvia Beach, se ofreció a editar la novela dos años más tarde; Joyce consiguió que fuera el día en que cumplía cuarenta años.

En esta obra se sirve del protagonista de su novela anterior, Retrato del artista adolescente, Stephen Dedalus, que presenta dos correspondencias simbólicas, Telémaco, hijo de Odiseo y Hamlet, el personaje de Shakespeare; y cómo no de la lucha entre Irlanda, pobre y débil, e Inglaterra, rica y poderosa. Irlanda perdió su lengua materna, el gaélico, pero los escritores irlandeses, al hacer suyo el idioma del invasor, lo usaron con eficacia magistral; la venganza de Joyce fue apropiarse del idioma del conquistador y utilizarlo mejor que él. “No escribo en inglés”, solía afirmar con orgullo.

Y redactó una novela con una asombrosa precisión en la estructura. Se divide en tres partes que se corresponden con las edades del ser humano. La primera consta de tres capítulos protagonizados por Stephen Dedalus, un soñador de veintidós años que aspira a ser algún día un gran escritor. La segunda, núcleo central de la novela, comprende un total de doce capítulos que giran en torno a la figura de Leopold Bloom, judío Dublinés de treinta y ocho años, que trabaja en publicidad. Y en la tercera confluyen las trayectorias de ambos, puesto que comparten dos capítulos al final, aunque el que cierra el libro está ocupado por la voz de Molly Bloom, la esposa infiel de Leopold.

Ese plan trazado por el autor, ese armazón, es un firme hilo conductor que conecta el primer capítulo de cada una de las tres partes mediante el empleo de la técnica que Joyce denomina narración. La más sencilla de todas. En ellas, la prosa sigue un proceso simbólico de maduración. También conviene resaltar la perfecta simetría que se da en cuanto a las técnicas utilizadas en cada uno de los capítulos de la primera y tercera parte que abren y cierran, respectivamente, la novela. Exceptuando el soliloquio final de Molly Bloom, en todos los capítulos, independientemente de cuál sea la técnica utilizada, hay que tener en cuenta la existencia de tres planos o niveles entre los que no hay límites claramente demarcados: narración pura, diálogo y monólogo. A lo largo de todo el texto se cambia continuamente de plano sin poner al lector sobre aviso.

En cuanto a su escritura, hay que indicar que somete a la prosa a la mayor renovación de su historia. Lago lo define como el genio diabólico y burlón que sorbiendo el tuétano de las palabras sabía cómo llegar al alma misma del idioma para reventar códigos y normas haciéndole cosquillas a la sintaxis, por lo que estaba destinado a cambiar de una vez y para siempre los rumbos por donde habría de transitar, en el futuro, la novela.

Su pericia verbal se manifestó ya cuando al llegar al colegio, un padre jesuita le inquirió su edad. La flemática exactitud de la respuesta (“Half past six”, le había dado la hora, “seis y media”, para referirse a su edad, a la que le faltaban aún seis meses para alcanzar el uso de razón) desconcertó al clérigo, quien buscó la leontina del reloj, pero se interrumpió a mitad de gesto. Ese pasó a ser el mote escolar. Le faltaba mucho para ser escritor, pero las palabras eran ya su juguete favorito.

Las figuras del padre y de la madre son dos preocupaciones persistentes en el texto —no olvidemos que la infancia y adolescencia de Joyce estuvieron marcadas por las virtudes y deficiencias de carácter de su padre—: Bloom es una figura paterna que añora al hijo que perdió y lo encontrará simbólicamente en Stephen, quien a su vez carece de un padre como es debido. El padre de Joyce era anticlerical, bebedor, dotado de un ácido sentido del humor y un enorme talento para contar historias, aunque incapacitado para hacer frente a las necesidades de su numerosa familia—James era el primogénito de diez vástagos supervivientes: seis chicos y cuatro chicas—: arrastró a su esposa e hijos a una existencia presidida por deudas, empeños constantes, mudanzas de domicilio y amenazas de embargo.

Joyce siempre recordará a su madre —asida a una profunda devoción religiosa y preocupada por la cultura—como una mujer permanentemente embarazada, pero también como un firme asidero donde buscar refugio cuando la falta de responsabilidad paterna llevaba a la familia entera a la deriva. Lo que ocurrió dejó una huella muy profunda en su conciencia: se negó a rezar cuando ella agonizaba por fidelidad a sus principios que le hacían rechazar la autoridad de la Iglesia católica. Esto generó en él un fuerte sentimiento de culpa sobre el que el texto vuelve en diversos momentos con gran fuerza. Su rechazo de la fe es categórico, pero la educación católica que recibió —estuvo en muchas instituciones de la Compañía de Jesús—se manifiesta en su escritura, plagada de símbolos religiosos. También es importante la figura de una de sus hermanas, que aparece fugazmente en varios episodios.

En el capítulo titulado “Proteo”, a Stephen le sobrevienen cantidad de pensamientos, cavilaciones, muchas veces metafísicas, también ensoñaciones, recuerdos o escenas imaginadas que guardan relación con infinidad de asuntos (la historia, el tiempo, el espacio, la muerte, la forma y la materia…). El capítulo hace justicia a la opinión universal según la cual el texto es impenetrable. El grado de dificultad es mucho mayor que hasta el momento porque aplica a fondo la técnica del monólogo interior que tomó del escritor francés Édouard Dujardin y la llevó a sus últimas consecuencias. En este aspecto, se trata de una de las principales aportaciones de Joyce al arte novelístico y es lo que da forma y sentido al libro. De la prosa proteica de este capítulo se puede decir que funde música verbal y pensamiento. Los temas que ocupan la mente de Dedalus son recurrentes, como en una composición musical, y hay frases o palabras en latín, italiano, francés, griego, alemán y español. Se puede considerar este capítulo como un adelanto de la prosa endiablada que cristalizará en su siguiente obra, Finnegans Wake.

Lago reconoce que al lector le resulte difícil debido a su extraordinario nivel de condensación y a su apretada red de alusiones y referencias. Por eso afirma que la manera de abordar el capítulo es dejarse llevar por él. Además de una alternancia constante entre la primera y la tercera persona, usa un lenguaje que oscila entre lo poético y lo filosófico. Telémaco cuando fue a Esparta a ver al rey Menelao, éste le dijo que había mantenido una difícil conversación con el escurridizo Proteo, hijo de Poseidón, un ser dotado de la habilidad de cambiar constantemente de forma, lo cual le permite adoptar las apariencias más insólitas. De ahí que el texto sea un mar que cambia constantemente de forma, resistiéndose a ofrecer su verdad.

Hay tramos en los que sorprende al lector; por ejemplo, el diálogo que Bloom tiene en la cocina con su gata, cuyos maullidos son transcritos por el autor. O el párrafo en el que se describe la afición de Bloom por las entrañas de aves y animales. O cuando la novela presta considerable atención a las funciones corporales. Los primeros lectores del Ulises fueron testigos de una singular innovación: participaron del momento en que el personaje defeca, echa mano de una revista para entretenerse y después se limpia con ella. Esto se convierte en otra constante, puesto que Joyce tiende a rematar muchos episodios con alguna escena escatológica.

En el capítulo “Eolo”, escuchamos el estrépito y ruido de la ciudad, patente en el tráfico de los tranvías, el arrastrar de los barriles de cerveza por las aceras, las voces que dan los chicos que reparten periódicos… La acción transcurre en las redacciones de distintos periódicos. De ahí que el principio organizativo del texto sean frases en mayúsculas que remedan titulares de periódico y enmarcan la acción, segmentándola como si fueran escenas de una obra de teatro. Aparecen un montón de personajes que componen discursos, conversan… Joyce describe la técnica narrativa que usa en este episodio como entimémica y tiene como objeto parodiar el lenguaje periodístico, su frecuente vacuidad, sus excesos y sus recursos retóricos. A su vez, se efectúa un despliegue formidable de figuras retóricas: más de cien.

La caracterización de la técnica estilística calificada como peristáltica es una alusión a las contracciones del canal digestivo cuando se ingiere alimento. Joyce quiere lograr un efecto semejante con su prosa y lo consigue creando una veloz alternancia entre narración y monólogo interior, con frases cortas. En los “Lestrigones”, los procesos digestivos se reflejan en los mentales. El escritor procura crear una prosa que se mueve como en espasmos parecidos a los de la fisiología de la digestión, acumulando motivos que guardan relación desde todos los ángulos posibles con la nutrición y la comida o la falta de ambas.

Cuando Bloom ve a una niña desnutrida, su pensamiento le lleva a la actitud de la Iglesia católica hacia las mujeres. Se produce entonces un cambio en la química digestiva del protagonista, que se refleja en la prosa. Cuando se siente satisfecho, la función peristáltica restaura el equilibrio fisicoquímico del personaje, como resultado de lo cual hay una explosión jubilosa, un festival de sinónimos en torno al proceso de ingestión, limpieza y evacuación. El proceso de transformación del material tratado por Joyce adquiere un altísimo grado de sofisticación estilística.

Si el personaje de Odiseo tiene que elegir entre dos rutas, tras lo cual se le plantea un segundo dilema y decide pasar por delante del monstruo que tiene seis cabezas, esa dificultad se la transmite también al lector porque convierte el capítulo “Escila y Caribdis” en uno de los más difíciles; es un verdadero escollo para quien intente transitar por él. El esquema alude a Aristóteles y Platón, figuras representadas por las posiciones que adoptan Stephen Dedalus y sus interlocutores en el debate que ocupa la práctica totalidad del capítulo y que se presenta como un enfrentamiento entre el misticismo platónico y el dogma aristotélico. La figura de Dedalus también se corresponde simbólicamente con las de Hamlet, Sócrates y Cristo. El tema central de la discusión es la vida y la obra de Shakespeare, el máximo creador de la literatura inglesa sobre quien Stephen tiene una compleja teoría que expone detalladamente. De hecho, las ideas sobre Shakespeare están tomadas de conferencias y ensayos escritos por Joyce en los inicios de su carrera literaria. En la universidad se matriculó en lenguas modernas y sus modelos más venerados fueron Dante e Ibsen, a quien consideraba un dramaturgo comparable a Shakespeare.

Uno de los factores más importantes de la dinámica que tiene lugar entre Dedalus y Bloom es la preocupación de Joyce por la idea de paternidad, tanto biológica como artística. Al indagar en la figura de Shakespeare, Dedalus le presta atención a la paternidad real del dramaturgo y a su paternidad como creador artístico de quien llega a afirmar: “Después de Dios, quien más ha creado es Shakespeare”. Las interpretaciones que hace Stephen Dedalus de la vida y la obra de Shakespeare son altamente especulativas, heterodoxas y muy discutibles y ponen de relieve el enorme interés que tenía Joyce por el teatro. De hecho, el desarrollo de la narración obedece a un planteamiento dramático, al igual que ocurre en otros capítulos.

Eduardo Lago cree que no es posible saltarse ningún capítulo, porque dice que, literalmente, el Ulises es un viaje y no es posible omitir ninguna etapa sin perder la perspectiva. Tampoco vale la pena, ni tiene sentido, tratar de detectar todas las alusiones y referencias eruditas que aparecen. Por eso también cree que quizá haya que identificarse con el papel observador pasivo de Bloom, quien no está en absoluto preparado para seguir las complejidades del debate, ni es capaz de comprender las ideas que se exponen. Dedalus hace gala de su formación humanística, efectuando un despliegue de erudición literaria y escolástica. Por eso aconseja leer rehusando entenderlo todo, dejando que la vista se pose en todas las palabras y que la música verbal nos arrastre; piensa que afrontar el reto de la lectura, como si se tratara de una peregrinación donde lo único que cuenta es llegar hasta el final, resulta lo más acertado.

Aunque en la Odisea el protagonista renuncia a intentar atravesar el tramo de mar donde se encuentran “Las Rocas Errantes”, Joyce le da cabida simbólica a este espacio con la representación de las calles de Dublín y por este motivo indica que la técnica narrativa es la de laberinto. Muy adecuada, puesto que la topografía del capítulo es una verdadera apoteosis de la ciudad de Dublín. Situado en el centro del libro, este episodio opera como una miniatura de toda la novela. El texto busca reproducir el vertiginoso entrecruzarse de un sinfín de trayectorias que constituyen la vida y movimientos de la ciudad, lo que obliga al narrador omnisciente a hacer un despliegue fulgurante de juegos malabares en una poderosa demostración de virtuosismo estilístico.

Con “Las Sirenas”, Joyce plantea un capítulo acústico —en otro será la pintura donde subraya su carácter eminentemente visual—. Se fundamenta en la música, el oído y los colores bronce y oro. Y escribe: “Lo único que tenemos en la página son palabras, por supuesto, palabras que al leerlas nos llenan la cabeza de sonidos”.  Las dos primeras páginas son una sucesión de frases truncadas que crean un ruido musical de fondo que equivale al de una orquesta sinfónica cuyos integrantes afinan simultáneamente sus instrumentos. El lenguaje persiguiéndose a sí mismo y repitiéndose es la cristalización de la idea que tiene Joyce del lenguaje como juego, por esto, en muchos tramos del capítulo, el lenguaje se libera de la obligación de ser portador de significado. El movimiento de la prosa se atiene a la fórmula esencial del Ulises: pasar de manera imperceptible del entorno exterior al monólogo interior de los personajes. Como en otros capítulos, las ocurrencias de Leopold Bloom son alternativamente enternecedoras absurdas, profundas o divertidas.

Para Joyce “el episodio más difícil del libro, tanto por su composición como por su interpretación es el de “Los Bueyes del Sol”: Bloom es el espermatozoide; el hospital, el útero; la enfermera, el óvulo y Stephen, el embrión”. El capítulo se abre y se cierra con caos. La prosa se desintegra y se hace ininteligible, proliferando en mil direcciones, porque lo que hace el escritor es asomarse al útero mismo del idioma. Establece un paralelismo entre las nueve secciones en que se divide el capítulo y los nueve meses del embarazo humano. Y su capítulo favorito es “Ítaca”. Desde el punto de vista de la experimentación formal es el más audaz y de técnica más sofisticada, y le imprime gran agilidad y dinamismo a la narración, además de un alto grado de objetividad.

Con diferencia, el capítulo más largo y uno de los más difíciles es “Circe”. El arte que lo preside es la magia y la técnica narrativa, la alucinación, lo cual coincide con que la hechicera administra a sus víctimas pócimas que los transforman en animales. Es otro episodio escrito en clave dramática, con acotaciones escénicas en torno a las voces de los innumerables dramatis personae que envuelven el capítulo: una farsa fantasmagórica en el que el lector no sabe en qué plano se encuentra.

La intención de Joyce era darle la última palabra a ella como contrapartida a la atención que les había prestado a ellos. Así, en “Penélope”, la voz femenina se adueña del texto. Crea una pureza estilística absoluta, prescindiendo de todo lo que no sea la técnica del monólogo interior, por eso no quiso que hubiera puntuación, para eliminar toda interferencia posible. No tiene ni principio ni medio ni fin: sus pensamientos vuelven siempre sobre sí mismos. Es la forma representada por el número ocho en posición horizontal —consta de ocho largas frases—, simboliza el infinito, la eternidad y la vulva; el lenguaje empleado aquí ha sido caracterizado como un efluvio lingüístico que es el equivalente verbal de los fluidos corporales femeninos.

Joyce, antes de comenzar a escribir este libro, comunicó: “Hace varios años que no leo nada de literatura. Tengo la cabeza llena de guijarros, desperdicios, cerillas rotas y esquirlas de vidrio… Me he impuesto el reto técnico de escribir un libro desde dieciocho puntos de vista diferentes. Cada uno con su propio estilo, todos aparentemente desconocidos o aún sin descubrir por mis colegas de oficio. Eso y la naturaleza de la leyenda que he escogido bastarían para hacerle perder el equilibrio mental a cualquiera”.  Y añadió con ironía: “He escrito el Ulises para tener ocupados a los críticos durante trescientos años«.

En efecto, no es fácil explicar en qué consiste el magnetismo que ejerce sobre tantos algo que a fin de cuentas no es más que un libro. Lago indica que, entre los que ha conocido obsesionados por la obra de Joyce, está el escritor y compositor británico Anthony Burgess, y le extraña que muchos de los que se acercan a la novela como si fuera un talismán no tengan nada que ver con el mundo de la literatura.

A partir de ella, ha surgido el término, bloomismo, para referirse a las disparatadas asociaciones mentales en que nuestro protagonista incurre sin cesar. Y también ha dado lugar a la celebración del llamado Bloomsday. La fecha, el 16 de junio de 1904 —jornada durante la cual transcurre toda la acción del libro—, la escogió por ser el día en que conoció a Nora. Pedir en el restaurante un vaso de Borgoña y un sándwich de gorgonzola no deja de ser uno de los momentos clave de la ruta que siguen los devotos del Ulises que peregrinan a Dublín ese día, con el fin de imitar al personaje.

Por todo lo dicho, nos reafirmamos en la idea de que el Ulises es un texto eminentemente vivo que sigue siendo imprescindible por ser la culminación de toda una tradición literaria y ser un libro que condensa todos los libros.

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