El espejismo de la industria cultural

Categoría (Cultura y democracia, General) por Manu de Ordoñana el 02-04-2014

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El neoliberalismo que se puso en práctica en la segunda mitad del siglo pasado produjo una feroz transformación de la sociedad en que vivimos. Su plan de devolver a los estamentos privilegiados el poder perdido tras la segunda guerra mundial lleva camino de convertirse en realidad, a tenor del crecimiento de la desigualdad social que ha experimentado el planeta en los últimos años, no tanto por las crisis, sino porque el Estado ha descuidado su misión de redistribuir la riqueza.

Ha sido un cambio lento, pero profundo, que está pasando desapercibido, pero encierra un enorme perjuicio para las clases más desfavorecidas. Está basado en la liberalización de la economía, la privatización de los servicios, el recorte del gasto social y la reducción de impuestos, además de una tolerancia encubierta a la “no competencia” para favorecer las cuentas de resultados de las compañías multinacionales que, a cambio, se comprometen a financiar a los partidos políticos, con el consiguiente incremento de la corrupción y la sumisión de la justicia.

Tras el hundimiento que sufrió la economía occidental con la desindustrialización que siguió a la crisis del petróleo en 1973, la ideología liberal se apoderó de la cultura con la esperanza de convertirlo en uno de los motores para recuperar el brío. Surgió así la “industria cultural”, una expresión seductora que esconde una mercantilización descarada de los bienes culturales diseñados para divertimiento de la plebe, pensada exclusivamente para entretener, encubriendo cualquier ideología contraria a los intereses de la clase dominante para perpetuar su modelo económico.

Pasamos de una “cultura de masas” que surgió de forma espontánea en el pasado a una “industria cultural de producción masiva” de carácter mercantil, teledirigida para amaestrar al pueblo hacia el “no pensar”, un modelo que, con el tiempo, ha creado una minoría adinerada cuyo fin es derribar esa burguesía culta que ha sostenido la democracia en los últimos sesenta años. Esa “industria cultural” se ha adueñado del mercado y ejerce un cuasi monopolio en la distribución de los bienes culturales y, por ende, el derecho a “sugerir” a los creadores el tipo de mercancía que conviene a sus objetivos.

El Parnaso de Poussin

Este proceso de industrialización provocó la fusión de todas las manifestaciones artísticas, desde las más populares a las más exquisitas, para crear un fruto único de fácil acceso para el consumidor, convertido en sujeto acrítico por la influencia de un discurso inocente, pero cargado de intención. La Unesco definió en 2005 la “industria cultural” como el conjunto de empresas que trafican con bienes o servicios dotados de un atributo, uso o fin específico que incorpora o transmite expresiones culturales, con independencia de su valor comercial, acogiendo en el mismo paquete a las siguientes: patrimonio, archivos y bibliotecas, artes escénicas y visuales, música, cine y video, radio y televisión, libros y prensa.

Más tarde, la crisis económica mundial que estalló en 2008 aceleró el cambio que nos había traído la tercera revolución industrial, reduciendo la importancia de la producción fabril en beneficio de otras actividades que utilizan como materia prima la capacidad de crear y de innovar, lo que obligó a los gobiernos a apoyar la reconversión de sus economías hacia lo que se dio en llamar “sociedad del conocimiento”, un enjambre de profesiones de diferente pelaje, que se encuentran en la frontera entre la cultura y la industria, con aforo para promover el empleo y generar riqueza de forma más igualitaria.

Surgió así el concepto de industrias culturales y creativas (ICC), añadiendo a la definición de la Unesco otros sectores como la publicidad, la arquitectura, el diseño gráfico, la moda y la artesanía, a los que más tarde se unieron los videojuegos, la fabricación de instrumentos musicales, las agencias de noticias y los servicios de traducción e interpretación, a los que la Unión Europea se propone apoyar y potenciar mediante el programa “Europa Creativa 2014-2020”, con un presupuesto de 2.300 millones de euros, a fin de recuperar el espacio perdido, no sólo frente a potencias como EE.UU y Japón, sino también ante países emergentes como China y Corea.

Esta estrategia de crecimiento inteligente pretende mejorar el rendimiento de los europeos en materia de educación y desarrollo de la era digital, con objeto de estructurar una nueva cultura que facilite la adaptación a los cambios tecnológicos presentes y venideros. Hasta aquí, nada que objetar. Pero, a continuación, uno se pregunta: ¿y dentro de este mogollón de dominios, en qué lugar queda el mundo de las ideas? En el furgón de cola… difuminado, escondido, olvidado.

Al parecer, no se trata alentar la instrucción, sino estimular un modelo cultural descafeinado que sirva para reactivar una economía arruinada por los excesos de un capitalismo demoledor, que se ha llevado por delante los avances conseguidos en la segunda mitad del siglo XX. Y si este proyecto fuera transitorio, ahora que los recursos públicos son escasos, hasta se podría admitir como apto, pero no parece el caso. La cultura ha dejado de ser la herramienta apropiada para formar personas libres, capaces de vivir en comunidad y aceptar la diversidad, para convertirse en disfraz de lo que postula.

Las naciones presumen de avivar la oferta de bienes culturales, pero sin preocuparse de su calidad intelectual, para atraer a un público iletrado, ávido de artículos superfluos cuyo consumo apenas exige esfuerzo pensante. Su intención no es instruir al individuo en las esferas superiores del saber, sino dotarlo de ese conocimiento positivo que lo haga competitivo y, de paso, procurarle el poder adquisitivo para que disfrute de un ocio prestidigitador que le ayude a sobreponerse de los sinsabores de su explotación.

Con sus necesidades básicas satisfechas, el ser humano ha devenido un animal dócil que consume de manera convulsiva los objetos culturales que le son ofrecidos como diversión, ha optado por el sometimiento  ─en línea con las ideas expuestas por Hegel en su dialéctica del amo y el esclavo─  ha cedido su libertad a cambio de una existencia simple, sin compromisos, asumiendo los valores y las formas de vida de las estrellas que los medios de comunicación, al servicio de la ideología, se afanan en presentar como referentes irrenunciables. ¿Estaremos abriendo de nuevo el camino de la servidumbre?

En esa dirección van las reformas educativas en muchos países que se consideran civilizados. En España, el ministro de cultura ha hablado de «materias que distraen» para defender más horas lectivas a los saberes instrumentales (ciencias, lenguas y matemáticas), en detrimento de otros más prescindibles como las artes y la filosofía, que pasan a segundo plano, y la música, que queda relegada al último escalón de las asignaturas formativas en la enseñanza primaria. Los medios de comunicación ─salvo excepciones─ nos han hecho creer que, en estos momentos de crisis, el gasto público en cultura es prescindible, porque hay otras prioridades.

Si, de acuerdo, pero ¿no se podría invertir el argumento? Si desde la infancia, no se fomenta el estudio de materias que, de por sí, son arduas y dificultosas, en la adultez, resulta casi imposible adquirir el hábito. Entonces, ¿no sería mejor dedicar recursos a guiar la sensibilidad del niño hacia las artes y las letras, en todo su recorrido educativo, en lugar de utilizarlos para subvencionar a la industria? Seguramente así, con el tiempo, veríamos la ciudad sembrada de hombres y mujeres ilustrados, versados en disciplinas múltiples, de donde surgirían talentos capaces de crear bienes culturales de vuelo alto, así como un colectivo suficiente de demandantes que los apetezcan. Promover el conocimiento, el arte y la cultura desde la infancia provoca un enriquecimiento de todos los sectores de la sociedad.

En esas condiciones, sí haría falta la comparecencia de la industria para organizar el mercado, pero una industria subordinada, al servicio de la cultura, no al revés. La tarea de dar forma y distribuir el objeto cultural necesita ese eslabón entre el artista y el consumidor, un tipo de negocio abierto a iniciativas privadas de tamaño mediano, incluso familiar, en las que se abriría la puerta a multitud de emprendedores con vocación innovadora, a los que ahora los poderes públicos podrían financiar, ya que estarían contribuyendo al desarrollo integral del ciudadano, a hacerlo más libre y, de paso, a crear empleo y a repartir la riqueza.

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