Sartre. Qué es la literatura
Categoría (Cultura y democracia, Estafeta literaria, General) por Manu de Ordoñana el 26-11-2024
Tags : escritura-comprometida, estilo-valor-prosa, existencia-precede-esencia, hombre-libre-responsable, Literatura-libertad-compromiso-responsabilidad, rechazo-premio-nobel
Jean Paul Sartre (1905-1980) escribió “Qu’est-ce que la littérature?“, un ensayo que apareció por primera vez en la revista literaria Les temps Modernes y que más tarde fue publicado en formato de libro por la editorial Gallimard (1948). Dividido en cuatro capítulos (¿Qué es la literatura?, ¿Por qué escribir?, ¿Para quién se escribe?, Situación del escritor en 1947), el filósofo francés analiza el papel del escritor en la sociedad y defiende el concepto de «escritura comprometida«, frente al posicionamiento conformista de gran parte de los intelectuales franceses, tras el final de la Segunda Guerra Mundial.
El libro comienza con una introducción, bajo el epígrafe “Presentación de Les temps modernes”, que viene a ser un resumen de los postulados sartreanos. Para el filósofo francés, el escritor burgués ha de ser consciente de su responsabilidad a la hora de escribir. Ya no sirve el axioma de “el arte por el arte”, la literatura no es una simple forma de expresión estética, sino un instrumento para influir en la conciencia del lector y ayudarle a descubrirse a sí mismo.
Padre del existencialismo francés, Sartre dejó una profunda huella en la cultura moderna occidental con su inédita visión del hombre como ser libre y responsable, pero acuciado por la angustia de la carga que ello representa. El escritor tiene el deber moral de alinearse, luchar contra la opresión y denunciar las injusticias. Por eso, existencialismo y literatura están íntimamente vinculados, ya que comparten una visión común del papel del hombre en la sociedad.
La idea central del pensamiento de Sartre es que la existencia precede a la esencia, en contra de lo que sostenía Aristóteles, para quien la esencia es el principio y la causa de todas las cosas y luego aflora la existencia. Esta ruptura suponía entonces un desafío en toda regla a la filosofía contemporánea y no debe extrañar el rechazo frontal que obtuvo entre la clase académica de la época.
Su hostilidad a la noción tradicional de esencia le lleva sin remedio al fundamento del existencialismo ateo. Como no hay Dios, la sustancia no existe de antemano, el hombre está solo y actúa de acuerdo con sus propios criterios. Esta concepción dinámica exige al individuo un esfuerzo para crear su esencia ─una vez obtenida la existencia─ a través de actos libres, para lo cual la libertad es imprescindible. El hombre es tan solo lo que “él se hace”, principio fundamental del existencialismo.
En la obra de Sartre, la libertad humana ocupa siempre la primera fila. El ser humano está “condenado a ser libre” y hacerse así plenamente responsable de su vida. No solo se opuso a la tradición metafísica, sino que desafió las creencias más acendradas en todos los estamentos de la sociedad: para la clase dominante, la libertad es perniciosa, porque implica la posibilidad de reformar el mundo y evitar las injusticias, cosa que ella no ha sido capaz de conseguir; y para el pueblo, también, porque le priva de toda excusa para tomar iniciativas en su proyecto de vida y en el colectivo de hacer un mundo mejor.
A pesar de la novedad de sus planteamientos, una parte de la crítica cuestionó su condición como pensador competente y original. Bertrand Russell, sin complicarse la vida, lo etiquetó como filósofo muy oscuro. Para Johannes Hirschberger, no es un pensador original; “es más un literato que un filósofo”. Claro que el teólogo alemán no le tenía mucho aprecio: Sartre había rebatido toda la tradición metafísica de Aristóteles y de su amado Platón. Eso explica que, en su obra magna, Historia de la filosofía, solo le dedique cinco párrafos, casi siempre en tono despectivo.
Es verdad que su ideario, en parte, es derivado de la forma de pensar de sus maestros: Husserl, Heidegger y Marx, pero solo tomó de ellos lo que le pareció propio y rechazó lo que consideró erróneo. Su estilo, además, es sumamente técnico y difícil de leer (como lo son todos los que practican la profesión). Pero también es verdad que fue uno de los filósofos más notables de su época.
Su colega, Gabriel Marcel, máximo exponente del existencialismo católico, le dedicó “cariñosos epítetos” como “corruptor de la juventud”, “blasfemo sistemático” y “sepulturero de Occidente”. El papa Pío XII, puso todas sus obras en el índice de libros prohibidos y su obra de teatro, A puertas cerradas, fue censurada en Inglaterra. Incluso la Unión Soviética de Stalin condenó otro drama, Las manos Sucias, a pesar de su vocación marxista (aunque nunca se afilió al Partido Comunista Francés).
Se opuso tenazmente a la guerra de Argelia, lo que le creó serias dificultades en su patria, hasta el punto de que un grupo de soldados veteranos convocó en París una manifestación bajo la consigna “Fusilen a Sartre”. Y más tarde, algunos reaccionarios no satisfechos con el resultado, colocaron por dos veces una bomba en su casa, y una tercera en la oficina de la revista Les Temps Modernes.
Para culminar su actitud rebelde, se atrevió a despreciar el Premio Nobel de Literatura que le habían concedido en 1964, alegando razones personales ─en 1945 ya había rechazado la Legión de Honor─ y a factores objetivos que atañen a su independencia política y a su condición de filósofo. Es el único galardonado que lo ha rehusado voluntariamente, ya que Boris Pasternak también lo hizo, pero presionado por el gobierno de la URSS bajo la amenaza de destierro. Para unos su decisión fue un ejercicio de coherencia y para otros un acto de altanería que no tenía justificación alguna.
Cree Sartre que una de las tareas más importantes del verdadero filósofo es cuestionar fundadamente el orden establecido. Rebate así una vieja aspiración platónica: “El poder cívico debe controlar al artista y si éste se opone ha de ser expulsado de la ciudad por dos razones: porque no dicen la verdad y porque sus enseñanzas no son buenas para los ciudadanos”. Además de incómodo, Sartre se había vuelto peligroso para el poder establecido, como lo fueron en su tiempo Sócrates y Spinoza.
Reconoce que el planteamiento que hace Platón en La República es una práctica positiva que fomenta la armonía social, pero a su vez piensa que moraliza y civiliza la tarea del artista, en detrimento de su libertad de expresión. Es entonces cuando Sartre se pregunta qué es la literatura: si consiste en un acto moral y político como cualquier otro, entonces se disuelve en el marco de lo que podríamos llamar conductas correctas/incorrectas y pierde de vista su objetivo fundamental.
En el prólogo del libro, Sartre se queja de que los críticos le condenan en nombre de la literatura, sin explicar lo que eso significa realmente. Afirman que el escritor no debe manifestar sus opiniones políticas y solo limitarse al arte puro. Por eso, él quiere deshacer este criterio y tratar de dar una respuesta coherente y sin prejuicios a la pregunta de en qué consiste el arte de escribir y qué implicaciones tiene ese acto sobre el que lo practica.
En primer lugar, delimita el ámbito de lo que no es escribir: escribir no es pintar, escribir no es componer música. El paralelismo entre las artes no existe. No hay diferencia solo en las formas, sino también en el contenido. Una cosa es trabajar con sonidos o con colores y otra es expresarse con palabras. Las formas, los colores o las notas no son signos que remitan a algo que les sea exterior. Para el artista, el color, el aroma, el tintineo de una cucharilla son cosas que él va a trasladar a su tela. El pintor o el músico se ciñen a presentar su obra y dejar al espectador que la interprete.
Por contra, el escritor puede guiar; si describe un tugurio, lo presenta como un símbolo de las injusticias sociales con objeto de provocar indignación, convirtiéndolo así en un signo. El pintor es mudo: presenta un antro y cada uno verá en él lo que quiera ver: esa buhardilla no será jamás símbolo de miseria, es tan solo un objeto, pero no un signo. Y lo mismo ocurre con una melodía: no tiene ningún significado fuera de la propia melodía, en contraste con las ideas, que pueden expresarse de formas muy diferentes.
Una vez que ha separado la literatura de las otras formas de arte, Sartre da otro paso y distingue, dos tipos de escritura: la prosa y la poesía, un punto crucial en su pensamiento. «La prosa usa las palabras, la poesía sirve a las palabras». La poesía considera la palabra como un material, del mismo modo que el pintor ve un color y el músico, los sonidos. El enfoque del prosista es diferente. Para él, las palabras no son objetos, sino que designan objetos. El prosista es un hablador y «hablar es actuar». De hecho, al hablar, se revela, y, «revelar es cambiar».
El prosista trabaja con significados y los expresa mediante signos para esclarecer la interpretación, si es que se presta a confusión. En cambio, el poeta se limita a representar el significado más que a expresarlo y se apoya en las palabras por su aspecto externo: su sonoridad, su longitud, sus desinencias, su aspecto visual… No las elige por sus distintas acepciones, sino por sus cualidades materiales; las considera como cosas y no como signos. Por eso, la poesía está más del lado de la pintura, la escultura o la música.
Mucha gente intentará rebatir este planteamiento y dirá que los poetas también componen frases, pero esto es solo una apariencia: tan solo están creando un objeto. Las palabras-cosas se agrupan por asociaciones mágicas de conveniencia e inconveniencia, como los colores y los sonidos; se atraen, se rechazan, se queman, y su asociación compone la verdadera unidad poética que es la frase objeto.
Con más frecuencia todavía, el poeta tiene en su mente el esquema de la frase y las palabras solo vienen a continuación. Pero este esquema no se parece en nada a lo que se entiende como un esquema verbal: no preside la construcción de un significado. Se acercaría más bien a un proyecto creador como el que Picasso imaginó en el espacio, antes de tocar su pincel, lo que luego se convirtió en un arlequín.
El arte de la prosa, en cambio, consiste en aportar algún provecho al lector. Su finalidad no puede ser la pura contemplación. Si las palabras son reunidas en frases que buscan la claridad, es evidente que lo hace con una intención: exponer un veredicto, no siempre explícito, muchas veces, basta con plantear la cuestión. Aunque ese veredicto ha de ser algo que valga la pena comunicar. Y ¿cómo saber qué es lo que «vale la pena», si no es recurriendo a un sistema trascendente de valores?
Ello no es óbice para descuidar la manera de escribir. Uno no es escritor para decir lo quiere decir, sino para decirlo de cierta manera. Es el estilo; y el estilo, desde luego, representa el valor de la prosa. Pero no es lo más relevante, es mejor que pase desapercibido. En la prosa, el placer estético es puro únicamente cuando viene por añadidura. Lo que importa realmente es el fondo. Y cuando el escritor sabe de lo que va a escribir y conoce el mensaje que quiere exportar, siempre encontrará el lenguaje apropiado para expresarlo.
Por encima de todo, tiene que haber un mensaje, un mensaje razonado: que afirme, que niegue, que refute y que pruebe, pero que no lo diga todo. Se trata de dar a las ideas una apariencia de profundidad, sin necesidad de llegar hasta el fondo, dejar algún resquicio para que el lector concluya la reflexión. Un sollozo completamente desnudo no es bonito, molesta. Un razonamiento perfecto molesta también, como Stendhal lo había advertido. Pero un razonamiento que oculte un sollozo será siempre bien recibido.
Tal es, pues, la literatura “verdadera”, “pura”: un juicio subjetivo que se presenta con la forma de objetivo; un discurso curiosamente dispuesto para que parezca un silencio; un pensamiento que se contesta a sí mismo; una Razón que solo es el disfraz de la sinrazón; una eternidad que solo es un momento de la Historia, un momento histórico que, por el trasfondo que revela, descubre al hombre una verdad universal, sin el consentimiento expreso de su creador.
Cuando, finalmente, las contradicciones internas de la vida y de la obra hayan inutilizado a una y a otra, cuando el mensaje, en su profundidad indescifrable, haya enseñado estas verdades capitales: que «el hombre no es bueno ni malo», que «hay mucho sufrimiento en la vida humana» y que «el genio solo se logra con mucha paciencia», quedará alcanzado el objetivo último de esta “cocina fúnebre” y el lector, recostándose sobre su libro, podrá decir, con ánimo reposado: «Todo esto no es más que literatura».
A modo de conclusión
El ensayo que Sartre publicó en 1948 es una obra audaz que cuestiona los fundamentos mismos de la literatura y su papel en la sociedad. Fue acogido con entusiasmo por muchos intelectuales de la época que defendían la dimensión política y comprometida de la escritura. Su visión de que la literatura ha de ser un medio para denunciar las injusticias tuvo muchos adeptos y contribuyó a modificar la opinión sobre el papel del escritor.
Esa audacia mencionada, igualmente, suscitó numerosas controversias e infinidad de detractores. Algunos críticos le acusaron de querer reducir la literatura a una simple arma política y descuidar su dimensión estética y artística: al insistir en el compromiso del escritor, se descuidaba el valor intrínseco de la obra literaria, reduciéndola a una simple herramienta de propaganda. Otros le criticaron por su falta de claridad y rigor conceptual. También hubo muchos lectores que le acusaron de perderse en complejas digresiones filosóficas, lo que hace que la obra sea difícil de leer y de entender. Esta complejidad asimismo ha sido señalada como una forma de elitismo intelectual, para excluir así al público menos ilustrado.
A pesar de esta diversidad de opiniones, es innegable que el ensayo de Sartre ha marcado la historia de la literatura y continúa alimentando debates sobre el lugar del escritor en la sociedad. Sin embargo, cualquiera que sea la opinión que nos produzca, el libro sigue siendo una obra esencial para todo aquel que esté interesado en la compleja relación entre literatura, política y sociedad.
Enhorabuena. Un artículo limpio y claro. Está muy bien recogida la idea principal de la obra de Sarte y muy bien contextualizada.
Excelente reflexión como siempre. En una parte dice «En primer lugar». Todavía espero «en segundo lugar y asi sucesivamente. je.
Siempre interesante, Manu. Eskerrik asko
¡¡¡ SUPER !!!
La contradicción de un «existencialismo ateo», la negación del planteamiento platónico y aristotélico de que exista un Dios que es Creador y se preocupa por los seres humanos, queda resuelta en la obra de Carlos Castaneda, los reportajes sobre el conocimiento de los brujos videntes toltecas, que sostienen que sí existe la fuerza creadora, El Águila, pero que no se interesa en ninguno de los seres que existen. Por lo cual cada uno queda encerrado en una trampa con su libertad y su angustia.
Gracias por recordarnos que hubo una época en que los hombre pensaban y se comprometian con su tiempo. Recordemos la polémica Sartre-Camus…un lujo releerla. En cuanto a Jean Paul, digamos que tenía lo suyo, pero nunca se le puede endilgar el no haber sido coherente con sus ideas. Gracias de nuevo por ese y otros articulos. Saludos