Filosofar en lengua castellana

Categoría (Cultura y democracia, General, Las lenguas) por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz el 24-06-2023

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Frente a la actitud tradicional que considera el lenguaje como un instrumento de comunicación, aparece en el siglo XVIII una corriente filosófica que supera el concepto instrumental del lenguaje y ve en él una fuente de conocimiento de la realidad. El lenguaje deja de ser un simple objeto de estudio y se convierte en un elemento estructurador de lo que es el hombre. Comprender el mundo solo es posible a través del lenguaje. La idea romántica de la cuasi identidad entre pensamiento y lenguaje procede de Herder (1744-1803).

Sin embargo, quien llega todavía más lejos es el poeta Shelley (1792-1822) al afirmar que el lenguaje ha creado el pensamiento. No resulta fácil admitir como cierta proposición tan taxativa; tampoco es posible imaginar de qué forma pudo surgir el pensamiento, sin el concurso de una herramienta tan poderosa como el lenguaje. En cualquier caso, la relación entre los dos conceptos es, sin duda, íntima e inseparable.

Admitido el vínculo estrecho que existe entre ambos términos, la debilidad de la filosofía producida en España a partir del siglo XVIII, en comparación con la que florece en otras lenguas europeas, no deja de ser un enigma. El castellano fue la primera lengua vulgar volcada a la filosofía. La Escuela de Traductores de Toledo inició esta vocación en el siglo XII y, en el siguiente, Alfonso X (1221-1284) emprendió la misión de transcribir a la lengua castellana todos los saberes de la época, con la ayuda de los judíos ilustrados que, por motivos religiosos, sentían aversión hacia el latín. No en vano el, quizá, primer tratado de filosofía moral en la historia de la Humanidad —Los Proverbios Morales del rabino toledano Don Seb Tob— está escrito en la lengua castellana del siglo XIV.

Terminada La Reconquista, España es la primera nación política moderna en la que unos monarcas poseen el poder absoluto, incluido el monopolio de la lengua. El mismo año en que culmina ésta con la toma de Granada y se maquina la conquista de los territorios americanos, Nebrija publica la primera gramática completa y sistemática que ninguna otra lengua vulgar ha dispuesto, concebida no solo para la instrucción del pueblo llano, sino también con el objetivo de imponer el castellano como lengua de “vencedores” a “otras peregrinas lenguas” de pueblos “subyugados”.

El advenimiento de la Edad Moderna supuso un cambio importante en el concepto del hombre en sociedad. Frente a la noción de soberanía absoluta —el príncipe por encima de la ley— y negadora de los derechos individuales, asoma una reflexión radicalmente crítica contra la carrera colonial de la monarquía española en el nuevo continente: el expolio de sus recursos y el genocidio de sus pueblos; reflexión que surge en torno a la Escuela de Salamanca, de la mano de Francisco de Vitoria (1483-1546), el jesuita Juan de Mariana (1535-1624), pasando por Bartolomé de las Casas (1484-1566), Domingo de Soto (1494-1560), Melchor Cano (1507-1560) o Francisco Suárez (1548- 1617).

Se trataba de un razonamiento absolutamente original y moderno que tuvo poca vida; ni siquiera se trasladó a vulgar castellano lo que tan cabalmente había sido escrito en latín. La expulsión de los judíos —la inteligencia española—, la instauración de la Inquisición, el derribo de la democracia municipal en el reinado de Carlos I y tal vez la expulsión de los moriscos contribuyeron a ello, ocasionando la mayor catástrofe filosófico-cultural en la historia de nuestro país.

A partir del siglo XVII, se inicia el declive de España, un proceso paulatino de agotamiento y desgaste que provocó el hundimiento de la economía: de ser una potencia hegemónica pasó a ser un país empobrecido y periférico. La universidad vivió la misma decadencia, con un progresivo deterioro en todas las ramas del saber, sin que la filosofía fuera una excepción. Ningún pensador de mérito emerge hasta el siglo XX, salvo el benedictino Benito Jerónimo Feijóo (1676-1764) —que adopta la Ilustración frente al tomismo dominante— y quizá el canónigo Jaime Balmes (1810-1848) —en el campo de la sociología—, a pesar de la opinión negativa que de él tenía Unamuno.

Hay que esperar al siglo XX para recuperar la esperanza. Unamuno (1864-1936), Ortega (1883-1955), Gaos (1900-1969), María Zambrano (1904-1991) y Julián Marías (1914-2005), entre otros, despejan el horizonte. Tanto en cantidad como en calidad, la filosofía española alcanza el nivel que le corresponde, con aportaciones inéditas venidas de la mística y la literatura, utilizando el ensayo como vía más adecuada para conectar con el público en general.

Llegados a este punto, surge la pregunta: ¿Cómo se explica esta debilidad de la producción filosófica en castellano? Si el castellano fue la primera lengua vulgar a la que se vertieron textos filosóficos; si España dispuso de la primera gramática concebida para la expresión del razonamiento puro; si el pensamiento español en el siglo XVI era indiscutiblemente original y pionero en Europa, ¿por qué se produjo vacío tan enigmático durante tres siglos, que no se colma hasta época reciente? E incluso, ¿existe en realidad un pensamiento español hoy en día?

Por otra parte, es conocida la dificultad que encuentran los traductores para trasladar al castellano textos filosóficos escritos en otras lenguas. Entonces, uno puede preguntarse si no será que la nuestra tiene limitaciones para la expresión filosófica. Nadie duda de la riqueza de su léxico, no solo por el número de términos del diccionario, sino también por ser apta para expresar con cierta exactitud los más variados estados del espíritu. Lo que se cuestiona es su adaptación a los avances que han experimentado las ciencias en general y las doctrinas filosóficas en particular.

El 6 de noviembre de 1970 apareció en el diario Excélsior de México una entrevista al escritor mexicano Salvador Elizondo (1932-2006) con motivo de un cursillo titulado “La autocrítica literaria”, organizado por la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. En ella, el autor de El grafógrafo declaraba su postura crítica en torno a las posibilidades de la lengua castellana para dar expresión al pensamiento contemporáneo: “Es necesario romper, como lo hizo Góngora en el siglo XVI, con el carácter demasiado ríspido del castellano, volverlo otra lengua como lo hizo Joyce con el inglés en el Ulises”.

Elizondo apunta las dificultades que, como escritor, encuentra para trasladar al papel los conceptos de naturaleza puramente intelectual; el castellano resulta un lenguaje tan difícilmente maleable, tan al filo de los sentidos que imposibilita sortear con las palabras operaciones mentales que escapan a los registros del idioma: “Creo que la lucha del castellano, la lucha de América, como lo ha dicho Borges, es descorporizarlo, quitarle su riqueza sensual, desatenderse de su tradición realista e instaurar nuevas normas susceptibles de expresar las categorías más puramente abstractas del pensamiento; o sea, para lo que yo quiero decir, no cuenta con suficiente instrumental de lenguaje”.

Esta insuficiencia trata de superarse con el uso de sinónimos. Pero es obvio que lo ”albo” no siempre quiere decir “blanco“. Esta práctica ha conducido al adjetivismo, “una plaga”, la peor que puede padecer un idioma. Y lo mismo ocurre con la frecuencia en la aplicación de la conjunción “que”, una palabra horrible”, pero de cuyo uso difícilmente puede prescindirse en la ordenación de una frase.

Por otra parte, el castellano tiene solo dos formas ontológicas de expresar el verbo ser o estar. En alemán hay diecisiete formas. De ahí las dificultades que impidieron al doctor José Gaos una más limpia traducción de El ser y el tiempo de Heidegger. Eso nos da una idea de lo ríspido del lenguaje; el castellano está muy regido por reglas no solo académicas, sino también las que ha impuesto la tradición. Respetamos mucho a los autores. Tenemos una influencia muy “grosera” de la literatura española, en la que todo se “huele” o se “toca”. Y eso tiene como lastre la imposibilidad de desempeñarse con eficacia en el mundo de las operaciones intelectuales.

Las declaraciones de Salvador Elizondo revelan una profunda incomodidad con la lengua que le ha tocado en suerte. Podemos estar de acuerdo o no con los argumentos que defiende para incapacitarla en propósitos estrictamente conceptuales, pero hay que reconocer que el escritor mexicano ocupa una posición central —y, a la vez, excéntrica— en el paisaje de la literatura mexicana, pues es autor de una obra literaria abierta y profunda, significada por el uso de formas de expresión disidentes —junto a Borges y Arreola—, por su insistencia en el movimiento autorreflexivo de la escritura, su circularidad o su solipsismo.

Pareciera que juicio tan severo fuera motivo de polémica abundante, pero no hay rastro de que así ocurriera. La lectura del libro La lucha por la lengua (Los tres editores, 2023) nos ha permitido conocer la existencia de una carta que la escritora costarricense Eunice Odio (1919-1974) publicó unas semanas después en la revista La Vida Literaria bajo el título “Carta a Salvador Elizondo”. Estos son sus principales alegatos:

En primer lugar, he de recordarte un lugar supercomún: todo idioma va haciéndose a la medida de quienes van inventándolo y hablándolo, de acuerdo con sus necesidades más profundas. Los españoles que trajeron el castellano a nuestras tierras eran místicos, pasionales y sensuales como los de ahora. Por otro lado, ¿quieres algo más sensual que la corte de Moctezuma, tan bien descrita y con tanto regodeo de sus sentidos, por el ilustrísimo Bernal Díaz del Castillo? ¿Crees que hay algo más sensual, por su colorido y textura, que los cuadros hechos de plumas por los grandes artistas anónimos del Imperio incaico?

Sí, hombre, sí. Los hispanoamericanos somos sensuales, pasionales, místicos y, además, nos gusta ser todo eso ad infinitum. Por lo tanto, cuando anuncias tus designios consistentes en despojar al castellano de su riqueza sensual, cualquiera que sepa algo de estas cosas se dice que lo que quieres es nada menos que transformar el temperamento y el alma —el ser— del continente hispanoamericano y de España.

¿No te parece que lo que intentas es algo demasiado grave y difícil? ¿No crees que la tarea redentora que te has propuesto llevar a cabo —es decir, volver frígidos y otras cosas a los fundamentalmente ardientes y disparados hacia el milagro— tiene proporciones demasiado grandes para ser realizada por un hombre o hasta por varios (aunque entre esos varios estén tú y Jorge Luis Borges)?

Más todavía: pienso que si reflexionas seria, lúcidamente, verás que tu empeño es inútil, ya que el español puede ser sensual, asensual o lo que gustes, según lo manejes, y que, ciertamente, Jorge L. Borges es la demostración más acabada de que, si esa es la voluntad de quien crea en español, puede —a condición de que domine su idioma—despojarlo de su «riqueza sensual» y de lo que se le ocurra, para convertirlo en un instrumento magnífico, absolutamente eficaz, con el cual es posible llegar a ideas abstractas e irrealidades de una vivacidad y pureza incomparables.

También, según dijo el periodista de Excélsior, hablaste de la «rispidez» que aqueja a nuestro idioma y que, según tú, habría que quitarle a ultranza. Y volvemos a lo mismo. El castellano puede ser tan ríspido como el mar bravo, o tan ligero y tierno como una pluma, según sea la voluntad de quien lo maneje.

Y vamos a cosas más trascendentes. Afirmaste que el castellano “solo tiene dos formas ontológicas de expresar el verbo ser o estar”, en tanto que “en alemán hay diecisiete formas” (de decir lo mismo). Pues no, señor. En esa “o” está todo el mal; o sea, tu error grave. Porque no es el alemán el idioma en que podemos decir ser o estar, ya que en tal lengua no se trata de ser o estar, sino de ser y estar, puesto que en ella no hay diferencia ninguna entre esos dos estados tan fundamentales y “ontológicamente” distintos.

Porque el castellano es la única de las lenguas vivas modernas que establece la diferencia esencial que existe entre el ser y el estar. En francés, en italiano, en inglés, en alemán (y hasta en ruso, que, según los expertos, es una lengua riquísima), no se trata de ser o estar, como en español, sino de ser y estar, porque en esos idiomas, ajenos al ámbito de la bella y sabia lengua española, superestructurada en todos los sentidos —semántica, etimológica, gramatical y, por encima de todo, ideológicamente—, ser y estar son una misma cosa, aunque no lo sean en la realidad viva.

En cuanto a lo que dices de Góngora y Joyce, parece necesario aclararte que en todos los tiempos ha habido, que ahora hay y que mañana habrá, escritores que viven no precisamente para despojar al español de una rispidez que no tiene esencialmente, y menos para “volverlo otra lengua”, sino para transfigurarlo y hacer cada vez mayor su gran esplendidez. Han sido poetas como Miguel Hernández, César Vallejo y Vicente Huidobro los que han asumido esa tarea de reinventar el idioma, mientras que muchos de los prosistas actuales comienzan por no conocer su lengua y terminan por carecer de imaginación idiomática.

Si, como afirmas, no cuentas con suficiente instrumental de lenguaje, quizá se deba a que te desperdicias. Esa impotencia es cuenta tuya y no del sabio, sonoro, maleable como el oro idioma castellano que, aunque hecho en el transcurso de muchos siglos por seres sensuales, pasionales y místicos, puede transmitir la frigidez, la rispidez, la dulzura perfecta, los más altos grados de temperatura anímica y de abstracción, si quien lo tiene en sus manos, puede moldearlo a su gusto.

La carta de Eunice Odio es una apasionada apología de la lengua castellana, a fuerza de contradecir puntualmente las declaraciones provocadoras e irónicas de Salvador Elizondo. Pero deja intacto el debate abierto sobre la insuficiencia del castellano para dar cuenta, de manera precisa y clara, de los conceptos que constituyen el pensamiento filosófico moderno. Así que dejaremos que el debate continúe…

Mientras tanto, bueno sería que todos los que se dedican al noble arte de pensar prestaran, como dice Odio, más atención a su estilo literario y no echaran las culpas al idioma. Bien está que un filósofo se desgañite hasta dar con la palabra exacta para significar un concepto metafísico; bien está que un filósofo se desespere cuando no encuentra la frase justa para formular un juicio trascendente. Pero resulta desconcertante que profesionales tan respetables descuiden tanto su estilo literario, utilizando un lenguaje críptico y rebuscado que la mayoría de los mortales repudiamos, lo que induce a abominar de una disciplina tan esencial como es la filosofía en este maremágnum en el que vive inmerso el hombre actual.

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